Hace unos días, uno de mis alumnos de 2º de Bachillerato me dijo que “yo era muy apocalíptico”. Quería decir que, a través de mis clases, él -un chico muy inteligente, por cierto- había apreciado que, en mi forma de entender la realidad histórica del mundo actual, yo daba por descontado que nos aproximamos a un momento de ruptura absoluta, a un momento propiamente “apocalíptico” al menos en el sentido que hoy se le suele dar a tal término dentro de la cultura popular.
Ciertamente, Miguel -el alumno al que me refiero- había interpretado correctamente mi visión sobre el momento histórico que atraviesa hoy el mundo. No es que disfrute en particular ante el pensamiento de posibles perspectivas catastróficas de las que yo mismo, o mis seres queridos, podemos también ser víctimas directas; pero me parece que, simplemente siendo realistas y examinando el rumbo que están tomando desde hace unos años los acontecimientos mundiales, tiene mucho más sentido situarse en el bando de los “apocalípticos” que insistir en permanecer en el de los antiapocalípticos, que piensan que, al final, y como suele decirse, la sangre no terminará llegando al río.
Dicho sea de paso que comprendo perfectamente a aquellos de nuestros contemporáneos que se sitúan en la posición no-catastrofista, es decir, antiapocalíptica. Yo mismo, a efectos prácticos del día a día, cuento -o hago como que cuento- con que, dentro de cinco o de diez años, el mundo seguirá funcionando y siendo más o menos como es hoy. En mi caso, ya seré un profesor jubilado de Filosofía cobrando su pensión, mis hijos estarán estudiando en la universidad etc. En mis conversaciones habituales, mis interlocutores seguro que se llevan la impresión de que pienso así, de manera no-apocalíptica; y, sin embargo, esa impresión sólo es el resultado de una necesidad práctica y de una estrategia adaptativa. No puedes estar “siendo apocalíptico” ante los demás a todas horas. Incluso tú mismo te sorprendes, aun estando a solas, dando por presupuesto que el futuro seguirá siendo como ha sido el pasado; pero, cuando realmente te pones a reflexionar en serio, sabes bien que múltiples factores apuntan en la dirección de que el mundo se encamina a un punto de inflexión decisivo, a un momento crítico de ruptura sin precedentes en la historia de la humanidad.
En los foros de Internet, son muchos los que señalan que el apocalipsis tantas veces anunciado, al final, nunca llega. No llegó tras los atentados del 11-S en 2001; no llegó tras la crisis financiera mundial de 2008, cuando parecía que la sociedad capitalista se iba a hundir; no llegó tampoco, finalmente, con la pandemia del Covid-19, que -con sobrada razón- tantos fantasmas de control orwelliano suscitó; y ahora -continúan- no llegará tampoco con la guerra de Ucrania, ya que China parece estar decidida, seguramente por motivos poco altruistas, a forzar alguna clase de plan de paz. Los antiapocalípticos confían en la capacidad autoestabilizadora del mundo. En cuanto a la población occidental en general, una vez que parece superada la crisis del Covid, vuelve a abarrotar los hoteles y restaurantes, a llenar de turistas los cruceros, a inundar de viajeros los aeropuertos. Una vez más, el mundo habría conseguido burlar el abismo de su tantas veces profetizado destino.
Sin embargo, es más que posible que este aparente retorno a la normalidad sea eso, no más que una apariencia. La guerra entre la OTAN y Rusia en Ucrania puede descontrolarse en cualquier momento. Los BRICS amenazan de muerte al petrodólar, y el peligro de caer una vez más en la trampa de Tucídides (Estados Unidos, superpotencia hegemónica declinante, dispuesta a huir hacia delante para intentar vencer a su competidor geopolítico, el polo euroasiático) es cada vez mayor. Y esto sin contar con otros posibles “cisnes negros” no previstos por nadie, o con atentados de falsa bandera cometidos por los servicios secretos de la OTAN, o con nuevas “pandemias” u otro tipo de emergencias globales orquestadas por la élite sionista angloamericana. Y dirigidas, claro está, a provocar una situación de caos generalizado que acelere la implantación del por ella tan deseado Gobierno Mundial.
Mientras tanto, sin embargo, la vida sigue. Muchos creen que por fin hemos recuperado la normalidad de 2019; pero es que, en realidad, lo que había en 2019 no era de ninguna manera una “normalidad”. Como ha explicado entre nosotros Santiago Niño Becerra, la economía mundial, asentada desde hace décadas en una deuda monstruosa y en un dinero imprimido sin freno y desprovisto de respaldo, tiene que desembocar antes o después en un colapso, en un crash. Todo esto se te olvida mientras coges el avión para una escapada de fin de semana a Praga, como hacías antes de 2020, o mientras planeas un próximo verano recorriendo la Costa Amalfitana y culminando en las callejuelas hiperturísticas de Santorini o en las archiconocidas murallas de Dubrovnik. Pero, una vez más, no olvidemos que todo esto sólo es un espejismo pasajero que no debemos confundir con la realidad.
Lo repito, una vez más: por puro sentido común, es mucho más lógico, dado cómo está el mundo hoy, ser apocalíptico que antiapocalíptico. Yo, como digo, lo soy. Pienso que la sociedad occidental ha acumulado tal cantidad de contradicciones internas, y ha alcanzado también un grado tal de descomposición espiritual, que una crisis de consecuencias globales es ya absolutamente inevitable. Como no dispongo de una bola de cristal, no puedo precisar la secuencia concreta de los acontecimientos por venir, ni si la sensación de convulsión planetaria -que llegará- comenzará, digamos, ya este mismo verano de 2023, o bien un poco más tarde, pongamos que en 2025 ó 2026. Pero de lo que sí estoy convencido es de que los próximos años de esta misma década significarán para el mundo una prueba como seguramente no ha habido nunca antes en la historia de la humanidad.
El mundo va a experimentar en los próximos años una transformación sin precedentes. La élite globalista querría dirigir esa metamorfosis en el sentido transhumanista y deshumanizador que profetizó Huxley en Un mundo feliz. Yo personalmente, sin embargo, creo que ese cambio radical tendrá un significado muy distinto: el de “un cielo nuevo y una tierra nueva” del Apocalipsis de San Juan. Un verdadero nuevo amanecer para el mundo, no sin antes pasar por el crisol purificador del dolor y de un peligro existencial sin precedentes para la humanidad.
¿Apocalíptico? Sí, claro, lo soy. Porque el mundo no está destinado a seguir extendiéndose indefinidamente hacia el futuro en el mismo nivel de vibración que conocemos. Y porque la esperanza de un horizonte más luminoso es la energía que siempre ha impulsado la elevación del mundo.