La vida está llena de contrariedades, de súbitos virajes que con brutalidad te cambian radicalmente el panorama. Solo piensa en quién querías ser cuando tenías dieciocho años y en quién quieres ser o eres ahora. Los planes casi nunca se cumplen. Bienvenido. Despierta ya del sueño. Con la imaginación –qué bella potencia del alma– puedes recrearte preparando un evento, tu trayectoria profesional, la carrera académica (grados, másteres, doctorado, prácticas, publicaciones…), tu futuro marido, la cantidad de hijos, la casa, el coche, el perro –¿el gato?–, etcétera, etc. Pero de repente… ¡puf! ¡Se evaporan! ¡Ya no están! El día del evento cae el diluvio del siglo y además fallece un familiar, tu jefe decide reducir su plantilla y no contar contigo, la carrera resulta una pifia, un desastre, y te tienes que cambiar a otra para no enloquecer, el marido ideal –mira tú por dónde– sí te ha llegado, pero –¡vaya por Dios!– es infértil: adiós a los hijos, aún sigues viviendo en un pisito del que apenas puedes pagar la hipoteca, has tenido que vender el coche para respirar económicamente, el perro no deja de ladrar y rompe cada día un nuevo cacharro –“si eg’ que ya decía yo que eran mejores los gatos”– y…, bueno, ya sabes de lo que hablo, ¿no?
Queremos controlarlo todo, tener en el punto de mira hasta el detalle más nimio e insignificante; en definitiva, queremos ser los dioses de nuestras vidas. Esto nos suena. ¡Adán y Eva! Quisieron comer del árbol de la ciencia, del fruto del conocimiento y del control del bien y del mal. No hace falta que narre lo que siguió a aquella audaz intentona, ¿verdad? Cuando el hombre quiere controlarlo todo acaba dándose cuenta de que, en última instancia, de él dependen muy poquitas cosas. Se olvida de que es eso, un simple hombre, imperfecto, finito, impotente, necesitado, y deja de lado la verdad más absoluta que hay: que Dios rige el mundo, que su Voluntad impera en la historia individual y universal.
Hay una canción preciosa que dice en su estribillo: “deja que Dios sea Dios”. ¡Claro! ¡Deja que Dios sea Dios! Si es que no le dejamos: nos quejamos, somos quisquillosos, egoístas, estamos obcecados con nuestros planes, anquilosados en el contorno de nuestro ego, y no contamos con Dios para nada. Al contrario: si podemos, le quitamos del mapa. La presencia de un tercero que disponga de tu vida para hacer lo que quiera con ella incomoda. Pero es que Dios no es un tercero: Dios es nuestro Padre. ¡Y es un padre muy ‘guay’: es un padre con superpoderes! No, no, ¡mejor! Es un padre que es un Dios, que es El Dios. Dios Padre es nuestro Padre Dios. Suena pleonástico, tautológico, redundante, pero ¿te has parado a pensarlo? Parece que lo decimos de boquilla, que no nos lo terminamos de creer. Es algo tan grande, tan maravilloso, que cuesta creerlo. Claro. Pasa lo mismo cuando te dan una noticia muy buena: la reacción por antonomasia es el mítico “sí, hombre”. ¡Pues créetelo! ¡Dios, el hacedor y señor de todo, es tu Padre! Tu vida está en Sus manos, quieras o no. La cosa es si quieres aceptarlo o, por el contrario, vas encerrarte en ti mismo y a enfadarte con Él porque no se van a hacer tus limitados planes de hormiguita.
La vida de los santos está llena de contrariedades. San Juan Pablo II, por ejemplo, a los siete años pierde a su madre, a los nueve a su hermano y a los once a su padre. Era un hombre de fe, de una familia católica y buena, de nobles intenciones y corazón grande, y Dios le presentaba una traba tras otra. “Déjame terminar: ni te imaginas lo que voy a hacer contigo”, le decía. Unos años después, deja a su novia –ideal, por cierto: una cristiana guapa, lista, tierna, de buena familia, luchadora– y se mete en el Seminario porque conoce su vocación al sacerdocio y quiere ser fiel a esa llamada personal de Dios. Pero llegan los nazis e invaden Polonia, que de repente deja de existir. Tuvo, pues, que estudiar en el tiempo de sueño, mientras por el día trabajaba en una mina picando piedras. “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué está siendo de mí? ¿Por qué te olvidas de este pobre hijo tuyo que solo quiere servirte?”. “Déjame terminar: ni te imaginas lo que voy a hacer contigo”. Se van los nazis y… llegan los comunistas. No podía hacer nada que tuviese que ver con el catolicismo: estaba maniatado, anulado, impotente. Lo consagran obispo. Siendo cara visible, los problemas con el gobierno y las amenazas incesantes constituían la orden del día. “Déjame terminar: enserio que ni te imaginas la belleza de lo que voy a hacer con tu vida”. Le nombran Papa y empieza a llenar los estadios, a salir en los programas de radio, a escribir encíclicas y libros, a hacer visitas a pobres, a países inhóspitos y alejados de la cultura,
establece las Jornadas Mundiales de la Juventud, da discursos en la ONU, calma las agitadas aguas posconciliares; en definitiva, azuza con la fuerza de su amor la hoguera vital de la Iglesia, que vuelve a ver sus templos llenos y latentes… Y de repente: ¡pum, pum! Recibe dos balazos en su propia casa, en la plaza de San Pedro. No en Ufuchiquistán, no: en el corazón de la Iglesia terrena. “Tranquilo. Déjame terminar”. Una de las dos balas no impacta en su pecho porque la mano de la Virgen lo impide; pero la UCI no se la quita nadie. Su vida debía continuar. Va a la cárcel y perdona al joven que le disparó. Más de veinte años después de su nombramiento como Pontífice, ya encorvado y senil, físicamente indispuesto, se mantuvo firme al frente de la institución más grande del mundo. Se asomaba al balcón y apenas se entendía lo que decía, pero ahí estaba, al servicio de su Señor. Era solo verlo salir y la gente empezaba a llorar de emoción. ¡Cómo podía un hombre ser tan fuerte, amar tanto a Dios y a la humanidad! “Eso es, hijo mío –le diría Dios desde el Cielo–, lo que yo quería de ti; no que tuvieras una vida fácil e ideal, sino que llevases conmigo la Santa Cruz y así convirtiésemos tú y yo –sí, sí: tú y yo– a miles de personas, salvásemos a innumerables almas, devolviésemos el buen rumbo al gran crucero de mi Esposa la Iglesia”.
¿Acaso no merece la pena? ¿Acaso no es lo mejor, lo superlativamente deseable, decirle al Señor “aquí estoy para hacer Tu Voluntad” y servir así a tantos corazones, cambiar así tantas vidas? Sinceramente: no hay color. La vida no merece la pena ser vivida si no es en consonancia con la Voluntad de Dios. Él te la da –¡te la regala!–, y tú eres libre –porque así lo quiere– de seguirle. Si le dices que sí, tendrás el mayor regalo en el Cielo, y dejarás una estela brillante e inmarcesible aquí en la tierra; serás luz que ilumine a las almas, agua que calme la sed, porque serás ipse Christus, el mismo Cristo que se para enfrente del prójimo. Pero seguirle conlleva dejar que Él tome las riendas, que Él decida las cruces.
En el funeral de San Juan Pablo II, millones de personas abarrotaban la plaza de San Pedro y sus aledaños: ¡no cabía un alfiler! ¡Cuánto bien hizo al mundo! ¡Ay, si se le hubiese ocurrido no ajustarse a la Voluntad de su Padre! ¡Ay, si se hubiese ofuscado y le hubiese dado la espalda a Cristo! Enserio: ¿Acaso hay algo que valga más la pena que una vida entera entregada a Dios? Y no me refiero al sacerdocio o a la clausura. Entregar la vida a Dios supone estar plenamente dispuesto a “hacer lo que Él nos diga” (Jn 2, 1–12); supone aceptar todos los eventos desagradables, todas las contrariedades que sobrevienen a lo largo de la vida e incluso abrazarlas como Cristo abrazó Su Cruz en la Pasión. Hay un adagio carmelita que reza así: “Toma tu cruz abrazada y apenas la sentirás; porque la cruz arrastrada es la cruz que pesa más”. La vida es una cruz constante, una cruz que se renueva cada día, que, como la hierba, vuelve a resurgir en formas diversas a pesar de que la cortes. La clave está en no enfurruñarse y aprender a amar esta vida, que va de cruces, no solo para dejar poso, sino, sobre todo, para gozar tanto aquí abajo como allá arriba, una vez la muerte nos abra la puerta eterna del Cielo.
Enhorabuena al autor, una inspiración ejemplar…
Si para que nos sometamos al martirio pues va a ser que no.
El Cesar a los leones una equivocación que intento remediar Espartaco viendo como masacraban a miles en los circos romanos. Quo Vadis, donde vas señor vengo con la espada a matarte Neron de los cojones.
Lo de ir de martir por la vida como no que cruz ni que cruz esa es la excusa perfecta para aguantar todo,
Si Dios bajara a la Tierra, sólo diría cuatro palabras:
NO HABÉIS ENTENDIDO NADA.
Resistencia.
Pues vale.Lo que nos viene encima es inimaginable probablemente entre el otoño y el invierno.
La gente ya han olvidado el confinamiento los hospitales improvisados,los cientos de ataúdes,cuando desinfectaban las calles o cuando te denunciaban por no usar el bozal.
Quizás cambiando de tema?,hablando de los Santos?…
Viene una desgracia muy grande a nivel mundial,que se puede hacer?,como dice el Padre Tamayo,por desgracia no vamos a poder hacer nada,en todo caso rezar,rezar y rezar.