Parece que cualquier tiempo pasado fue mejor, parece que todo lo que ocurrió hace 20, 50 ó 100 años era de mayor importancia o pureza de lo que ocurre en nuestros días. Por ello queremos compartir este artículo publicado en la revista “Pan y Toros” en su segundo número del 13 de abril de 1896, sobre los enemigos de la fiesta. Un artículo que, seguramente, podría firmarse hoy día y estaría de plena actualidad y que llega a una conclusión muy clara. Decía así:
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«Felices tiempos aquellos que se llaman la buena época de la tauromaquia.
Entonces se criaban reses bravas, de sin igual hermosura y corpulencia, y jamás salían a la plaza sino toros de edad cumplida, de muchas carnicerías y cuernos kilométricos.
Su pujanza extraordinaria y su bravura infundían pavor aun en aquellos toreros que desonocían el miedo en la lucha con estas fieras.
De los toreros, es inútil hablar; cuanto se diga es poco en su abono. Para torerar clavaban los pies en el suelo, y manejando solo los brazos, ejecutaban a la perfección todas las suertes.
En banderillas, asombraba su pasmosa facilidad y conocimiento; y no necesitaban de auxilio de capotes ni de que les corriesen los toros. ¡Los picadores! ¡Ahí es nada! Siempre ponían las varas en el morrillo, manejaban la mano izquierda con destreza, sacaban ilesos a los caballos y se echaban los toros por delante con la misma facilidad que se echaban al coleto unas copas del tinto Valdepeñas. ¿Rehacios y tumbones? Ni por sueño.
La suerte de matar era la perfección misma; con la muleta pequeña y bien manejada, sujetaba a los toros a su voluntad y los limpiaban, como con jabón del Congo, de todos los resabios y defectos. ¡Abusar de los pases para buscar efectos! No lo conocían ni presenciaban de algunos pases de moderna invención.
En la hora suprema arrancaban siempre corto y derecho, con sosiego, y clavaban los estoques en la cruz, altos y rectos, saliendo limpios de la suerte y cayendo el bruto a sus plantas como herid de certero rayo. ¡Qué maravilla!
El público que asistía a las corridas de toros de entonces salía siempre satisfecho y gozoso, porque era más entendido y más sensato. Todo era bueno, todo perfecto, todo inmejorable. ¡Qué tiempos! ¡Qué toros! ¡Qué público!
Esto dicen; pero lo que yo sé es que desde que he visto toros, y no es de ayer, no he conocido esas bellezas ni esas perfecciones, y he visto, como es natural, al lado de mucho bueno, mucho, pero mucho malo.
Sé que existe hoy un reglamento para estos espectáculos, y en él se marcan preceptos, se indican abusos y se consignan reglas que serían ociosas si no hubiera habido defectos que corregir y licencias que evitar. Todo en él acusa faltas de esos antiguos tiempos, tan preconizados, cosa extraña, por gentes que en su mayoría no presenciaron las corridas de entonces, y a las cuales vuelven los ojos con el solo fin de censurar los actuales tiempos.
Lo que sé es que todo lo antiguo viene a la memoria con encanto mayor que lo presente, y que nadie alcanza en vida la fama y la inmortalidad. Que de antaño se dicen cosas respecto a toros que el buen consejo veda admitir por imposibles, y que puedan hacerse por quien quiera relaciones de hechos meramente fantásticos que nadie ha de contradecir; y sobre todo, que maldecir de lo actual por ensalzar lo antiguo, no puede servir más que de lamento inoportuno cuando de la comparación no resulta algo práctico y positivo, ni creo que sea conveniente para el desarrollo de la afición, ni medio de conseguir nada páctico decir de continuo yy sin descanso que las corridas de toros son hoy una moji ganga asquerosa y en que nada bueno se ve.
Los que así hablan parecen ser los enemigos más grandes de nuestra fiesta nacional».