espontáneo

Hubo una época en que la figura del espontáneo era habitual en los festejos taurinos. Jóvenes que se lanzaban al ruedo en busca de un contrato, de dejarse ver, de que alguien se fijara en él. Como recuerdo a esta figura pretérita compartimos este artículo firmado por Carlos Martel dedicado al espontáneo Dice así.

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«No hay nada menos espontáneo que el espontáneo. Son los contrasentidos del toreo; cosas absurdas, diríamos. Porque el lenguaje, e l argot del toreo es así; ha de tener esas frases típicas, con colorido y un halo de presunción, llamativas. Por eso es complejo todo lo de este arte; y laberíntico, más que barroco. ¿Espontáneo? ¡Absurdo! ¡Si no hay nada menos espontáneo en el toreo que el espontáneo! Es verdad que a veces se quita la chaquetilla —por carecer de un trapo rojo—, pero él ha pensado, ha meditado una y cien veces, la faena que va a hacer en la Plaza, y si no lleva la «tela» es por su extremada pobreza.

¿Que no hay una escuela de tauromaquia hoy? Claro está que…, ¿qué dirían más allá de la frontera? ¿Q e no hay un «bachillerato», una «licenciatura», ni un «doctorado»? Pero si hay un «ruedo» brillante, cegador, lleno de promesas y de hombría, de donde se sale a hombros «doctor»…, o… en los brazos de la cuadrilla exánime, ¿qué más da? ¿Acaso la muerte no es un doctorado? ¿Acaso los más grandes, «Manolete», «Gallito» y otros, no se doctoraron en aquellas facultades de la inmortalidad, que sólo confiere «títulos» a los que cayeron para no levantarse más? ¡Ah, pero eso sería demasiado para el espontáneo! ¿Una cruz florida, sin cruz de espada? ¡Demasiado! Y, sin embargo, a veces…, pero pocas veces…, hay que salir al ruedo y caer; pero no en brazos de la gloria, sino atrapado como un ratón vi l o como un delincuente. ¡Qué destino! Verse privado de luz, en un calabozo unas horas, cuando hay sed de sol y de aplausos, cuando se ha ido en pos de la gloria. ¡Sumirse en la oscuridad y en el silencio!

¡Contrastes! ¡Contrastes humanos! Pero así es. Le han dejado un momento pasar de muleta; ha visto ceñir su pecho los cuernos de la res, como varas de nardos de su triunfo y gloria… Se ha sentido torero…

Pero hemos dejado un momento a nuestro héroe y él está ahí, implorante, vuelto hacia los tendidos, para hallar una mirada vigilante o una sonrisa de aprobación. ¿Palmas? No, ¡aún no! Ni siquiera la del martirio; su pequeño martirio por hacer más amable la vida, por enlazar la más hermosa acción humana: la del desprecio de la propia vida por un ideal.

Y aquí viene la pregunta que tenemos a flor de labios: ¿No hay más camino que éste para triunfar en algunos casos? Sabemos que hay otros medios para llegar; pero, sin duda, muchos encontrarán cerrados los caminos cuando se lanzan a la arena con la sola defensa de su chaquetilla desflecada y su corazón niño gigante. Y ahora, ¿qué actitud ha de tomar la sociedad con ellos? ¡Indiferencia! ¿Actitud violenta? ¿Indulgencia? En el término medio está la virtud. Por eso le dejan dar algunos «pases», o siquiera uno. Pero al final será arrancado de allí, muy en contra de su voluntad.

¿Se ha visto algo? ¿Hay en el espontáneo un torero, un espada? A veces ha salido de allí la contrata, el primer paso de la vida de torero.

No es que nuestra pluma sea hiriente. «A Dios, lo que es de Dios, y al César, lo que es del César». Nosotros comprendemos que así, así, nadie puede ni debe arrojarse a la arena; hay un riesgo mortal y hay profesionales del toreo para ejecutar las faenas. Pero esos escaparles de «gloria», ¿no son para el aficionado como esos otros escaparates de artículos donde se exhiben el lujo y la abundancia? Ciertamente, el espontáneo es muchas veces un hambriento; pero a veces sólo de «famas», de «renombres», de «arte torero». El sería incapaz de sustraer algo de una tienda; pero si quiere arrebatar algo inmaterial de esa Plaza: el riesgo, la orgía de luz, las palmas, los olés, las músicas, el mujerío. Es ratero de aplausos y asalta, chaquetilla en mano, la presa, de aliento incontenible y cuerno hiriente. Ese es su delito…, o mejor, su falta.

No hacemos con esto la apología de un desgraciado ser anónimo, audaz, necesitado de laureles y ebrio de «faenas»; es sólo compasión y comprensión lo que mueve nuestra pluma; es el deseo de desentrañar el grave secreto de todo lo que es toreo, de todo lo que le rodea.

Porque se ha hablado de cante, otra sana manifestación popular, y con objeto de explicar lo inexplicable se ha hablado de duendes del cante, pero no se ha dicho todavía que el Toreo, con mayúscula, tiene su alma, el alma del Toreo. No todo ha de ser tecnicismo en el espectáculo. El Toreo es complejo como una ciencia, sensual o sensible como todo arte, y para comprenderlo hemos de olvidarnos alguna vez de las faenas para andar perdidos en esos vericuetos insoslayables de su trama, de su pasión, de su laberinto. Hay que buscar el hilo para no perderse en ese laberinto más complicado que el de Creta.

Y no basta con que la técnica deje una vez el paso a un poema de toros, hay que literaturizar la Fiesta: novelas, cuentos, ensayos, incluso «ballet». Y ¿por qué no «ballet»? ¿Acaso el marqués de Cuevas no ha urdido la trama de un «ballet» en un famoso duelo de artificio? Pues ¿por qué razón no cabe un «ballet» original y artístico, con el paso de banderillas, con el baile de la muleta, con el salto a la barrera? Y si no que se lo pregunten al «Gallo», con sus célebres «espantás», «chanteclaire» del ruedo, danzarín de roja muleta.

¿Y qué haría en un «ballet» el espontáneo? Bailaría también delante de los Guardias Municipales, con ese baile lleno de arte…, del que se juega la vida sin obligación ninguna y sin ninguna ventaja, sólo por atisbar la gloría del espada en su sueño de mozalbete, en un pueblo lejano o en un barrio gitano, en noches de luna clara, llena de perfumes de azahares, blanca de amor y de triunfos».