Yo soy cosecha del cincuenta, me crié con el queso amarillo y la leche en polvo de los americanos; el vino y la gaseosa se refrescaba en el pozo del patio; comí quintales de judías, lentejas, arroz y garbanzos; hacía cuatro viajes de ida y vuelta al colegio todos los días, andando; jugábamos en la calle, si alguno se hacía un chichón se le ponía un duro encima apretado con una venda y no pasaba nada ni había disputas de ningún tipo; no había chicos con pies planos ni dientes torcidos, todos flacos y duros como el acero, de comer poco y jugar mucho; estudié con una beca del PIO para lo que había que sacar una nota media mínima de notable en la convocatoria de junio; los padres nos ocultaban sus años de juventud porque no querían que supiéramos lo mal que lo habían pasado; vi lo que era el mar y las gambas cuando tenía dieciocho años que, más o menos, fue cuando me di cuenta del régimen político en el que vivía; si no te metías con Franco o con la Falange, la seguridad ciudadana y personal era muy superior a la actual, en la que cualquiera, salvo la policía, puede agredirte por cualquier cosa de mínima importancia.
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Milité en asociaciones antifranquistas, visité la comisaría muchas veces, cuando acabé el servicio militar anotaron en mi expediente “contrario al Régimen” como consta hoy en día en los archivos correspondientes que he comprobado no hace mucho, me afilié a un partido progresista de centro izquierda, del que me di de baja cuando vi la dictatorial forma de dirigirlo y el rechazo a cualquier discrepancia que pudiera haber con quienes mandaban. A partir de ahí, me centré en la progresión de mis estudios y mi trabajo, en el que he cotizado a Hacienda durante cuarenta y cinco años ininterrumpidos.
Desde aquellas fechas, he ampliado mi sentido democrático en todos los aspectos, pero sigo siendo el crítico de siempre con aquello que no me gusta y, en especial, con el trato discriminatorio entre iguales, esa igualdad que marca la Constitución que nos dimos en 1978 como alternativa a una nueva guerra civil, en la que todos, sin excepción, tuvieron que renunciar a parte de sus pretensiones, y que ahora unos cuantos quieren desenterrar y volver a un pasado luctuoso para todos los españoles, sin distinción de bandería, sexo ni lugar de nacimiento.
España ha mejorado mucho en todos los aspectos durante el periodo democrático, con todos los presidentes de gobierno habidos, desde Suárez hasta Aznar, eso sí, con casos de corrupción histórica tanto en el PP como en el PSOE, más o menos tapados y que han hecho rico a más de uno, de ahí la importancia, entre otras, de los dosieres que maneja el independentista Jordi Pujol.
Con Zapatero llegó el “buenismo”, el aumento del gasto público, una crisis financiera sin precedentes, la cuasi quiebra financiera del Estado y la Ley de Memoria Histórica, que abrió la Caja de Pandora que habíamos enterrado las dos generaciones anteriores, protagonistas de la Transición.
Con Mariano Rajoy, un cuasi rescate europeo y una recomposición económica basada en la contención del gasto, aunque aumentó de forma considerable el endeudamiento del Estado por, entre otros, las transferencias a las Autonomías para acallar sus pretensiones. En un primer mandato con mayoría absoluta parlamentaria, el “complejo azul” le impidió hacer las reformas legislativas necesarias para estabilizar a futuro la política nacional, contendiendo con tres problemas agravados: La corrupción generalizada, el independentismo catalán y la aparición de Podemos, un nuevo Partido Político de ultraizquierda creado de la nada, gestado en la UCM, de origen difuso tanto en sus verdaderos inspiradores como en su financiación.
Y desde hace dos años aproximadamente, el ego en persona, 120 diputados sobre un total de los 350 que componen el Congreso, es presidente Pedro Sánchez, que en ese tiempo ha firmado más Decretos Leyes que Zapatero y Rajoy, juntos, en todas sus legislaturas, forma de gobernar que no huele nada bien en una democracia.
La Ley de Memoria Democrática de la actual Legislatura, prohíbe ensalzar cualquier hecho o acontecimiento sobre el periodo y la figura de Franco (alzamiento militar porque “la II República no fue un paraíso democrático” según el historiador Stanley G. Payne; “Franco no se rebeló contra la República, sino contra la chusma que se había apoderado de ella” dijo Manuel Azaña, presidente de la II República), dictadura del ganador de una guerra en la que hubo verdaderos asesinos por ambas partes; a mí me parece perfecto, aunque los pantanos, los cuatro millones y medio de casas sociales y la clase media española queden para la historia.
¿Y de la ultraizquierda, social-comunista, que canta la Internacional con el puño levantado y que dejó cien millones de muertos desde la Revolución Bolchevique en todo el mundo? A mí también me parecería perfecto que el trato fuera de igualdad en ambos casos y que “el metro tuviera cien centímetros” en ambas situaciones. Y que, si se prohíbe uno, se prohibiera el otro, aunque yo soy de los de “Prohibido prohibir”, sancionando las transgresiones legales y no los pensamientos.
Algún exalto jefe militar que canta con el puño en alto, dijo en su día, en referencia al Ejército: “No somos portadores de una moral superior, ni sostenemos ninguna sagrada herencia histórica. Nos debemos simplemente a la soberanía nacional que reside en el pueblo español”. Eso sí que me parece perfecto: Tener preparado el Ejército por si en cualquier momento es necesario defender las fronteras, externas o internas, adelantándose siempre al enemigo, palabras de Sun Tzu en El Arte de la Guerra (siglo IV a.C.), o lo que es lo mismo, ser “más malos que los malos”, por si se acaba la mantequilla, usada últimamente con demasía y ojos cerrados en el territorio español.
¿El ejército es de España o de la OTAN?