Compartimos un artículo dedicado al brindis firmado por don Antonio Díaz-Cabañate, al que vamos a tener que abrir sección propia en El Diestro. Un interesante y divertido artículo lleno de razón que dice así:
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«Me ha contado José María de Cossio que el conde de Heredia Epínola, que fué gran admirador y amigo de «Joselito», tenía empeño en que éste le brindara un toro. «Joselito» se lo prometió y e l conde compró un magnífico capote de paseo par a regalárselo como agradecimiento del brindis. Pero se sucedía n las corridas en Madrid y en provincias y «Joselito» no cumplía lo ofrecido. El conde se impacientaba, pero la disculpa siempre era idéntica:
– No ha podido ser. No ha salío un toro par a torearlo a gusto, como usted se merece.
Al fin, una tarde, «Joselito» se dirigió a la barrera que ocupaba Heredia Spínola y, montera en mano, le dijo:
– El toro es muy güeno, conde. Va por usted, que es buen aficionao.
«Joselito» obtuvo clamoroso triunfo. Si no hubiera estado seguro de él no lo hubiera brindado. Lo mismo le ocurrió con e l propio José María de Cossio.
Hoy, como tantos otros detalles de la Fiesta, el brindis se ha desvalorizado. Se brinda por brindar, por salir de un compromiso, por atender un ruego, por arrancar unos aplausos; y ya por la Plaza, cuando el torero se dispone a ofrecer como homenaje a muerte del toro, no corre aquel runrún que se percibía antes: «¡Lo va a brindar! ¡Va a quedar bien! ¡Lo va a matar superior!» Nunca faltaba el agorero sabihondo que pronosticaba: «¡Se ha equivocao! No ha visto al toro, el toro no está pa brindarlo.» Por esta razón de que el toro «no está pa brindarlo», los brindis no se prodigaban y escasísimas veces un torero brindaba al público desde el centro del ruedo. Lo que sí hacían, aunque no con frecuencia, era brindarlo a las localidades de sol. Brindar un toro al sol ha quedado como frase hecha que se aplica al afán populachero y también al que intenta captarse burdamente la benevolencia en algún asunto que le afecta y del que no está mu y seguro de sacarlo adelante por sus propios medios. Ahora los toreros incluyen al sol en la sombra en su petición de benevolencia o acto de cortesía. Para decidirse a ello, no cuentan ni con el toro ni con sus fuerzas y decisión. En muchas ocasiones, en demasiadas, no procuran ni siquiera hacer faena. Y los espectadores, desilusionados casi en el acto, se preguntan extrañados: ¿A qué habrá brindado, par a luego no querer ni verlo? Pues brindaron por rutina, por ese afán de imitación que aqueja hoy a la Fiesta, por ese afán de querer ser torero en todas partes y en todos los detalles, menos frente al toro. Y la montera, abandonada en Ja arena como u n enorme abejorro sin alientos par a volar, si cayó con el forro al aire, semeja un bostezo que resume los que se prodigan entre el público. Y muerto el toro de manera desgraciada, el torero no se atreve a recogerla y se la apropia un arenero o un peón, mientras el matador se seca el sudor de la desventura, no muy afligido por el desaire que cometió.
Se ha perdido el gesto de, al rematar la breve perorata, arrojar la montera por encima de las tablas y por detrás del cuerpo, gesto del que los toreros antiguos y asimismo los de mi tiempo no prescindían nunca. Gesto muy torero, que la mayoría ejecutaba con aire jacarandoso. Ahora, o la colocan en la cima de un pilarote de la barrera como quien cuelga un sombrero en una percha o se la entregan al mozo de espadas como quien se desprende de algo que le estorba.
Muchos brindadores, cuando se dirigen a un amigo, en lugar de endilgarle el ofrecimiento desde la arena, erguido el cuerpo, en alto la montera, con prestancia sostenidas la espada y la muleta, se empinan en el estribo, abalanzan su torso doblado par a estar más cerca del brindado, y en esta ridícula postura le largan el discursito como quien da un recado, como quien dice: «Oye, que te espero a la salida par a tomar unas cañas», o como quien pretende comunicar algo que interesa no se enteren los demás, como si dijera: «Te brindo la muerte de este toro, porque me lo ha mandado mi apoderado; pero no lo tomes a mal; le voy a dar unos mantazos y atizarle una en el chaleco.»
Los brindados se dividen en dos clases: los tímidos y Ion jactanciosos. Los tímidos se encogen en su asiento, y al sentir un codazo de su vecino, que le advierte: «Levántate, hombre», lo hacen enfurruñados, contraídos, como si les dolieran los riñones y el hígado y no pudieran estirarse; con la cabeza agachada, como si temieran que la montera les fuera a pegar en mitad de las narices. Los jactanciosos y a están de pie en cuanto el torero requiere los trastos de matar. Mira a todos lados como anunciando: ‘Es a mí, a mi sólo, al que va a brindar; ahora lo van ustedes a ver.» Y al llegar el torero le saluda con la mano, se sonríe como una «vedette» ante un fotógrafo. Y así, sonriente, empinado en las puntas de los pies, par a que todo el mundo pueda contemplarle a placer, oye el brindis, y al recibir la montera la airea como un trofeo, al revé s del tímido, que la oculta, como si se tratara de una bomba de dinamita.
Lo trágico es cuando el brindado ocupa una localidad alta. Entonces, por muy jactancioso que sea el hombre o la dama, se confunde entre la multitud, que se pone en pie como si todos reclamaran el brindis, y nadie se apercibe de quién es el afortunado, y la montera va rodando por el tendido, y algún gracioso se la coloca en su cabezota, y otro la retiene, y otro la lanza par a abajo, hasta que al cabo llega a su destino y puede apropiársela el agraciado.
Vamos a cuidar un poco más los brindis, mis queridos toreros; vamos a no brindar más que cuando exista alguna probabilidad de hacer honor al brindis».