No se concibe al ser humano sin el trabajo. Somos trabajadores por naturaleza: lo llevamos en la sangre. Todos, en cuanto hombres, estamos llamados al trabajo. Por eso, por ejemplo, cuando una persona no trabaja, se aburre; incluso pierde la noción del tiempo. Es lo que les sucede a los jóvenes -y en ocasiones a los no tan jóvenes- todos los veranos: pasan de estar trabajando ocho horas al día como mínimo a dejar de hacerlo de súbito. Como es de esperar, esto al principio les agrada -¡a quién no le gusta un buen descanso!; ¡a quién le amarga un dulce!- pero, conforme van pasando los días, la situación empieza a adquirir tonalidades hastiosas.
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Curiosamente, la monotonía no es la razón de ese aburrimiento, pues si así fuera, el mismo trabajo, al ser monótono por antonomasia, resultaría latoso y casi insufrible. Evidentemente, esto no ocurre así cuando el oficio se hace con amor y con vocación. En cambio, como digo, sí sucede con el verano, con el descanso en general. Si el hombre no estuviese hecho para trabajar, el trabajo le cansaría, le resultaría monótono y pedante; si estuviese hecho para descansar por un tiempo dilatado, no le aburriría el verano; no tendría unas ganas inmensas de volver al trabajo después de un largo período de descanso. Si de verdad te gusta lo que haces, si el trabajo en el que te encuentras comulga con tu inherente y específica vocación profesional, el tiempo de descanso es bien acogido, pero sólo en aras de reponer fuerzas para volver al ruedo.
El hombre, cuando lleva mucho tiempo sin trabajar -me refiero al hombre en edad laboral, pero también puede vislumbrarse aquí al joven estudiante en etapa escolar o universitaria-, se acaba aburriendo por la monotonía de lo que no es natural a su condición humana. El hombre es al trabajo lo que el soldado a sus armas. Sin él no podría hacer nada. Sin trabajo, el ser humano no vive, no mejora, no encuentra sentido a su existencia, no conduce sus quehaceres hacia ninguna parte; zascandilea sin avanzar, ve sin mirar, habla sin decir nada.
El hombre es el único ser en el mundo capaz de construir rascacielos, de labrarse un cuerpo de gimnasio que requiere horas y horas de esfuerzo -lejos de lo que pueda opinar personalmente de este fenómeno, cabe admitir que la facultad laboriosa inherente al ser humano es la que la permite la constancia y el esfuerzo que requiere el gimnasio cuando éste se toma enserio-; es avezado en abordar ambiciosas empresas y sacarlas adelante; puede levantarse a las seis de la mañana para ir a la oficina y volver a las diez de la noche, etc. El hombre está hecho para trabajar, y el trabajo está hecho para completar al hombre y dar plenitud a su existencia.
El trabajo, por otro lado, ubica al hombre: le da un lugar en el que estar. Alguien, cuando se encuentra en un oficio, se siente parte de lo que trajina, es uno con su labor. Un ingeniero se siente ingeniero; un carpintero se siente carpintero; un escultor, escultor y un futbolista, futbolista. El que es banquero hablará de temas financieros en las reuniones con los amigos, el poeta recitará sus composiciones a los colegas, a su familia o -en especial- a su dama y el apicultor comentará las últimas primicias de su colmena a todo amigo que se encuentre. Así, el hombre que se dedica a algo, que trabaja en algo -repito: cuando es acorde a su vocación-, lo lleva como una medalla en el pecho, lo adhiere a sí; hace de su trabajo parte de él.
Esta visión del trabajo por parte del hombre es centrípeta, esto es, va de adentro hacia afuera: él mismo es quien desea considerarse así frente a la sociedad; por eso, lo lleva por bandera. En cambio, el trabajo también conlleva una visión centrífuga, es decir, proveniente del exterior hacia los entresijos del individuo. La sociedad también concibe a una persona por la profesión a la que se dedica. El médico del pueblo siempre será don Ernesto; el sacerdote, don Fernando; el gran empresario es don Andrés y el panadero, Juan; la peluquera es doña Inés y la repostera, doña Ana.
El trabajo confiere, pues, un sentido a la vida del hombre. El ser humano necesita de él para encauzar sus días, dirigirlos hacia alguna parte, conferirles un télos. Mediante el trabajo, el hombre se dirige hacia alguna parte, hacia un objetivo concreto, del que sabe la ruta, así como los pasos que ha de dar para alcanzarlo.
Por ejemplo, una persona que trabaja como director de ventas de una compañía multinacional no solo aspira a que lo asciendan a director ejecutivo, sino también a que, mediante sus ingresos, pueda comprarse esa casa en primera línea de playa que tanto desea. También, por poner otro ejemplo, es usual el caso del que busca trabajar en una empresa meramente para sumar días cotizados que le permitan en un futuro a medio plazo conseguir un trabajo más adecuado a sus aspiraciones, más conforme a su vocación profesional.
Asimismo, el trabajo dignifica. El mismo San Pablo dice en su tercera carta a los tesalonicenses: “el que no trabaje, que no coma”. Trabajar hace “digno de”, da potestad tácita para multitud de cosas. Una persona, por el mero hecho de trabajar, se sabe meritoria, por ejemplo, de un buen descanso, un sueldo o incluso su mismo cargo. Cuando se trabaja, esa percepción de dignidad, de mérito, confiere al hombre un gusto singular, un agrado por lo que viene después, por la recompensa. En cambio, si las cosas buenas le llegan sin haber trabajado callosamente -sin habérselas “merecido”-, el disfrute es sobremanera menguado y el propio beneplácito se ve menoscabado.
Es interesante, a su vez, contemplar la noción del trabajo en tanto que labor grupal. Me gustaría, de hecho, centrar más estas líneas en ese aspecto. Para ello, me serviré de la concreción de algunas premisas que a mi parecer son inexorables para el buen rendimiento de un equipo de trabajo.
El trabajo colectivo, llevado a cabo por dos o más compañeros, puede ser grupal o gremial; puede estar formado, por ejemplo, en el caso del grupo, por estudiantes de universidad asignados por la profesora; o bien, como ejemplo de gremio, por juristas que desean trabajar juntos y montar un nuevo bufete en el centro de la ciudad. Ahora bien, en todo género de equipo de trabajo han de aparecer tres caracteres esenciales si se desea que el ambiente propicie frutos. Éstos son la aptitud, la motivación y el liderazgo. Una sinergia tridimensional de ellos sería lo óptimo para, como digo, llevar a buen puerto los fines comunes laborales.
La primera de las premisas, la aptitud, es importante, pero no es primordial -lo sé, acabo de indicar que es menester la intervención de las tres para optimizar mi teoría y ahora esto suena contradictorio, pero nada más lejos de la realidad: se entenderá conforme se avance en la lectura-, pues con las otras dos acabará efectuándose de forma ineludible. El verdadero valor de un grupo de trabajo está en las personas que lo componen. ¿Qué sería sino un grupo, más allá de una idea abstracta que tiende a un fin que por su inconsistencia se torna velado?
Así como la parte pertenece al todo y lo conforma, cada uno de los miembros de un grupo definen al mismo. Aquí la unidad es esencial. Sin ella, así el fin como los medios para alcanzarlo, se verían gravemente alterados, hasta el punto de menguarse tanto que se perdiesen de vista. Como expreso en otros capítulos, como los de la belleza, el arte o el bien, unidad y orden van estrechamente asidas de la mano. Por ello, si un grupo quiere ser uno, ha de estar primariamente ordenado. De hecho, si no está unificado, aquello no sería en sí mismo un grupo, sino un conjunto, concepto asaz distinto. Para conseguir esa unión, el conjunto necesita la cooperación y capacitación de todos y cada uno de sus miembros.
No puede haber orden en una habitación si la mesa se encuentra boca abajo, la cama en la pared y la silla sosteniendo varias columnas de libros. Habrá orden, en cambio, cuando tanto la cama como la mesa y la silla cumplan sus respectivas funciones, esto es, sean aptas. La aptitud es primordialmente unitaria y ordenada, y llega como consecuencia de un buen liderazgo y una motivación intensa y fructífera.
La aptitud es la capacidad de un individuo, o un grupo de individuos, para realizar algo. Y para que un grupo se considere apto, primero han de serlo todos sus componentes. Hasta entonces, el grupo, como un todo, no podrá considerarse, a falta de una de sus partes, apto. Pero no hay prisa: esta condición siempre acaba llegando. Si bien es cierto que en determinadas ocasiones se puede demorar más de lo normal, lo importante es que el cambio acaba sucediendo tarde o temprano.
Lo dicho: es merced al buen funcionamiento de las otras dos premisas que la tercera acaba saliendo adelante de manera exitosa. Motivación y liderazgo -las dos restantes- van normalmente a la par: no hay motivación sin un buen liderazgo, y no hay buen líder que no motive.
El liderazgo, más allá de la idea abstracta que suscita en la inmensa mayoría de las personas, es de relevancia en todas las facetas de la vida, pero esencialmente en el trabajo. Un buen líder no es aquel que manda mucho, sino quien que con el ejemplo espolea a sus compañeros -atención a esto: “compañeros”, no “mandatarios”, pues todos están en el mismo barco y así ha de autopercibirse el grupo- a trabajar más duro y mejor.
El líder no es un jefe; es más que eso: una persona admirada, respetada y seguida voluntaria y libremente por sus inferiores. De ahí que cuando una empresa o un grupo va bien se deduzca racionalmente que hay un buen líder que la está guiando hacia el fin que todos persiguen.
Por último, un grupo de trabajo sin motivación es como un barco de vela sin viento. Motivación proviene de motivo: una persona que no está motivada no expresa más que su falta de fin deseable. Por eso, además de un buen líder, es menester la existencia de un fin elevado, superior, que motive al equipo.
Un objetivo ha de ser, principalmente, deleitable; tiene que trascender a los miembros del grupo. Nadie va a luchar -ni siquiera teniendo al mejor de los líderes a su vera- por algo que no entiende o no le resulta atractivo. El fin ha de trascender a cada individuo y al conjunto. Es función del líder introducir esa motivación, mediante la provisión de motivos; pero también es cometido del propio miembro en su idiosincrasia personal e intransferible.
El trabajo es la esencia del quehacer humano, es la base sobre la que el hombre se hace a sí mismo. Sin él, a ninguna parte llegaríamos. Sin él, en ningún lugar nos hallaríamos. Gracias a él, nos configuramos. El trabajo da plenitud al hombre y está hecho solo para él: los animales, lejos de trabajar, simplemente se mueven en pos de sus presas o por estímulos negativos -un burro, para evitar que lo fustiguen, por ejemplo. En fin, el hombre es al trabajo lo que el pájaro al aire y al viento; y el trabajo es al hombre lo que un caballo a su jinete.
La sociedad se ha degradado tanto que ya se han perdido los conceptos más básicos, quizá esta degradación esté también impulsada por la inercia de los malos ejemplos que dan estos destripaterrones que ejercen de políticos, o de esa patulea televisiva que vive a lo grande con sólo decir cuatro chorradas de vez en cuando…
El trabajo dignifica, pero para esta nueva sociedad, lo que más dignifica es el dinero, y nunca hubo ninguna relación entre lo que se trabaja y lo que se cobra… Esta sociedad no admite la dignidad del trabajo sin la recompensa del dinero, y aunque cualquiera se mate trabajando, nunca tendrá el reconocimiento social si no está compensado económicamente, es más, puede que sea mirado por encima del hombro, o incluso como un desgraciado…
En estos tiempos absurdos no vale lo correcto ni lo justo, pues no hay corrección que valga ni justicia que compense nada. No se trata de trabajar sino de ganar dinero, no se trata de sentirse bien con el trabajo que haces, sino de sentirse bien con el dinero que ganas, y sobre todo de sentirse bien jactándose de lo poco que trabajas y de lo mucho que te pagan…
Los tiempos de la dignidad, del esfuerzo y del ejemplo quedaron atrás, para mal de todos y lo que hoy está bien visto, mañana, cuando la sociedad despierte, será una pesada carga de la que costará librarse…
Bonita oda al trabajo, para un mundo utópico, pero por desgracia la realidad es distópica y muy desgarradora. La realidad es que el mercado de trabajo actual es precario tanto en condiciones laborales como en derechos, sueldos de miseria, al empleado se le trata como a un esclavo, no se le tiene en cuenta para nada, se le considera una mercancía más… En fin se podría seguir mucho más