La llegada de la muerte, como una nube de humo que con su agradable presencia sume a quien envuelve en un quimérico sueño ataráxico, es desatendida por el hombre; tratada como algo que está ahí pero, a la vez, no lo está. La muerte es el destino ineludible al que está llamado todo ser viviente. El hombre, como tal, tampoco se escapa de ella. Se ha intentado en innumerables ocasiones afrontar este dilema, superar la muerte, evitarla, y el resultado ha sido siempre negativo. El mismo hecho de que se luche con tanto ardor por evadirla dice mucho de la connotación peyorativa que a ésta se le confiere.
¿Por qué ocurre así? ¿Por qué el ser humano tiende a considerar la muerte como algo malo? La respuesta puede parecer simple: el hombre repele la muerte porque la considera un final, un despojo de todo lo material, también del propio cuerpo. Esto provoca que el hecho de fallecer sea siempre ennegrecido por la cultura. Antaño incluso se guardaban años de luto cuando un familiar cerraba los ojos por última vez.
Siguiendo la lógica agustiniana, la muerte, al ser el arrebato de un bien —de hecho, del mayor bien posible, que es la vida—, es un mal. Esto induce a cualquier persona a pensar en la razón de que la muerte exista, en la inevitabilidad de su comparecencia en la vida de todo individuo. ¿Por qué morimos? ¿Por qué, si Dios es perfecto, permite tal imperfección? ¿Por qué un bien como es la vida está abocado al mal inexorable de la muerte? Es normal que este tipo de cuestiones surjan en el interior de los corazones de quienes se plantean el porqué de las cosas: ¿qué mayor por qué que el de la propia existencia? Ya Leonardo Polo, que dedicó algunas líneas de su dilatada obra filosófica a la muerte, lo decía: “no se muere el cuerpo, sino que se muere el hombre”[1]; refiriéndose a que el alma, aunque siga viviendo tras el fallecimiento del cuerpo, no es el hombre en sí, pues éste no está compuesto sólo de alma, sino también de cuerpo: el hombre es dualidad inquebrantable. Si el alma abandona el cuerpo, ésta deja de ser hombre para ser meramente alma; se queda desnuda ante la realidad material, despojada del atuendo que la humaniza. Ahora bien, como decía Santo Tomás de Aquino, al alma no le viene bien quedarse sola; y esto desemboca en la necesaria resurrección de la carne.
La Parusía, la segunda venida de Cristo, marcará un antes y un después en la Historia, pues culminará el fin de los tiempos y el principio de la perfección humana. Es entonces —y sólo entonces— cuando el hombre será plenamente inmortal, tanto en alma como en cuerpo, y ya sí se podrá considerar en sí mismo como tal. Hasta ese momento —discúlpeseme el uso de las nociones espaciotemporales, mas no veo otro remedio que acudir a ellas para expresar lo que deseo—, al ser éste un compuesto de alma y cuerpo, si se consuma una separación de entrambas, se podrá afirmar con contundencia que el hombre que los albergaba murió, dejó de ser. La muerte es la separación del alma respecto del cuerpo; la resurrección, que sucederá a todos los justos, es, en cambio, la unión definitiva del alma y el cuerpo; de un cuerpo, eso sí, en plenitud.
Pero el tema no es sencillo: el hombre considera a la muerte como un mal porque, efectivamente, lo es. Pero esta consideración es, asimismo, la propia respuesta al problema de la muerte: no tendríamos ese inherente anhelo de vida eterna si ésta no existiera. En otras palabras: no consideraríamos a la muerte como un mal si no hubiese una resurrección de la carne.
He aquí la solución al dilema antes planteado: la muerte no es el final porque la muerte no se aplica al hombre justo. ¿Justo? Sí, justo. Porque los injustos, aquellos que han vivido de forma desagradable a los ojos de Dios y le han negado, no tendrán vida eterna. En cierto modo, en eso ha de consistir el infierno: no sólo en la imposibilidad de estar en presencia de Dios (el Bien, la Belleza, la Verdad: la Felicidad), sino también en saberse incompleto, deshumanizado, por los siglos de los siglos.
La muerte existe porque el hombre ha de ser probado: su libertad exige una toma de decisiones que lleguen a Dios. Sin muerte, el ser humano no sería libre. Sin muerte, la vida no tendría sentido.
*Un artículo de Enrique López Fernández
[1] Quién es el hombre, 1991.
La muerte es algo tan natural, nacemos aprendemos, vivimos, ahora depende como quieras vivir, morimos cuando llegue nuestra hora de irnos.
¿temer a la muerte? ¿temer a la enfermedad? Lo se muy bien de hecho, estuve entre la vida y la muerte de pequeño.
Un saludo.
Nadie sabe qué es la muerte, de la misma manera que nadie sabe qué es la vida… El hecho de no saber nada no nos hace peores, ni más vulnerables, quizá el no saber nada sea un bien que nos regaló Dios. Quizá sea, que la ignorancia forma parte del juego de la vida y lo único que nos hace grandes es reconocerla, ser lo suficientemente humildes para asumir que nos regalaron un tiempo, sin saber por qué…
Debe ser que alguien o algo decidió por nosotros, y nos concedió un tiempo de estancia en este plano de vivencia…
Nuestro ángulo de visión de las cosas es infinitamente estrecho comparado con la visión global que tiene Dios, por lo que no podemos hacer un balance certero de nada. Desde nuestra perspectiva, la muerte es sinónimo de dolor y sufrimiento, e instintivamente la rechazamos, nuestro instinto de vivir hace que la rechacemos, porque nos parece contraria a la vida…
No tenemos el control de nada y el hecho de que creamos una cosa u otra no cambia la realidad, y la única realidad palpable es que estamos aquí ahora, eso es todo lo que sabemos…
Una vez soñé con Dios, y en ese sueño se dirigió a mí, y me dijo: “No importa si esta vida te parece injusta o absurda, eso no importa, lo que de verdad importa es que tú andes el camino que yo te he puesto para andar”…
Ahora, una vez alcanzada la madurez a uno le gustaría una vida más larga para poder emprender cosas que de joven no hizo, eso es cierto. Pero la muerte a los ojos de un creyente no es nada malo. Cuando uno ha vivido en paz con uno mismo la muerte es la puerta de entrada a un lugar mejor, y la espera con calma y con alegría.
Magnífico artículo. Yo ya he estado dos veces “ahí” y ya no le temo a la vida.