El ser humano, aunque nace racional e inherentemente libre para tomar decisiones trascendentes, puede ser alienado. La sociabilidad es buena en esencia, pues conforma la base sobre la que el hombre se desarrolla, crece y se conoce a sí mismo. Ahora bien, no todo es en ella un jardín lleno de acacias: la convivencia -tiene mucho más peso convivir que cohabitar: el ser humano convive, el resto de especies cohabitan- suscita en la mayoría de las personas algunas características especiales, a saber, diferencias categóricas, que provocan la división ineludible, dentro de la misma sociedad, en grupos prototipados. La diferencia más común, así como la más fácil de ser advertida, es la que distingue entre líderes y anodinos. Los primeros brillan por su ausencia, mientras que los segundos abundan por doquier.
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Me parece fenomenal, Enrique -podría decir alguno-, pero ¿qué característica fundamental es la que distancia tan drásticamente a ambos grupos? Muy sencillo: lo que gusto denominar el sentido existencial. Hay personas que viven como si no hubiera un mañana; de otras, sin embargo, podría decirse con seguridad y certeza -haciendo un guiño al padre de la Modernidad- que habitan este mundo, pero nada más allá de eso. La mayoría de personas hogaño carecen de sentido vital, no ven más allá de sus narices: las sociedades actuales se encuentran perdidas, sumidas en una quimérica nube de humo que les impide ver la realidad de su misión[1], la razón por la que están vivas y por la que existe todo. En esto consiste el mayor dilema ante el que se enfrenta Occidente de cara al futuro, y está en manos de cada individuo solventarlo. Pero hacerlo es difícil: su camino es arduo y no todo el mundo está capacitado para recorrerlo.
Ortega y Gasset decía que el hombre, más que biología, es biografía, esto es, se autoconfigura por medio de sus vivencias, refiriéndose tanto al individuo como al conjunto social. La cultura en la que hoy nos encontramos traza una línea vertical sobre este aserto: se enfrenta a la noción de autorrealización, pues al no tener un télos, al no tener un fin al que atenerse en su actuar cotidiano, carece de capacidad de crecimiento o construcción, diluye sus esperanzas futuras en el vaso del pretérito. Citando de nuevo a Ortega, el tipo medio del actual hombre medio europeo posee un alma más sana y más fuerte que la del pasado siglo, pero mucho más simple. De aquí que a veces produzca la impresión de un hombre primitivo surgido inesperadamente en medio de una viejísima civilización[2]. El ciudadano medio actual se encuentra en un mundo ya hecho, con todas las comodidades posibles y ningún propósito más allá de utilizarlas y disfrutar de sus “derechos naturales”. Los tiempos difíciles crean hombres fueres; los hombres fuertes crean tiempos fáciles; los tiempos fáciles crean hombres débiles, y los hombres débiles crean tiempos difíciles. Es evidente que los momentos de tribulación que nos azuzan crearán personas con capacidad para crecer ellos mismos y hacer crecer a la sociedad. Ahora bien, que nos encontremos en esta situación nos lleva inexorablemente a afirmar que la calidad humana -en cuanto virtuosa y teleológica- que nos precede y aún continúa reinante es asazmente baja. Casualidades existen pocas en la historia, y no podría considerarse como tales a aquellos eventos que son lógicamente explicables: premisa a conduce a premisa b; premisa b conduce a conclusión. Premisa a: el hombre de hoy es débil y se encuentra perdido, sin rumbo; premisa b: los tiempos que nos toca afrontar -sólo basta contemplar las crisis que sobrevienen de continuo- son difíciles; conclusión: los jóvenes de hoy seremos fuertes y tendremos que solucionar el desastre ante el cual nos han dejado, con una mano delante y otra detrás, nuestros predecesores.
Entre los mayores desaciertos de la cultura de hoy se encuentra la democracia. ¿Desde cuándo un sistema de gobierno, que se supone ha de ser prudente, justo y limpio, ha de ser elegido por la mayoría? ¿Dónde está escrito que lo que diga la mayoría es lo correcto? Porque, de hecho, lo usual es lo contrario: las mayorías son casi siempre incultas, manipulables, fácilmente dirigibles desde “arriba” por los más astutos. Un punto de inflexión -que a mi parecer es el que dio comienzo a estos tiempos de decadencia- en la historia fue la Revolución Francesa. Ésta, bajo el subterfugio de acabar con los gobiernos tiránicos que dominaban occidente, implantó otro tipo de absolutismo, más disimulado, minuciosamente maquillado de justicia y libertad, que sería aún peor, pues difícilmente podría ser derrocado. ¿Cómo iban a abolir el sistema del pueblo los propios miembros del pueblo? Efectivamente, fueron muy listos quienes en su día instauraron la democracia: el pueblo enajenado que se piensa libre mientras es dominado seguirá dormido, bajo el mismo yugo, hasta el fin de los tiempos.
Las democracias fueron las que trajeron el nazismo, el comunismo y el fascismo. Adolf Hitler, por ejemplo, ascendió al poder de forma democrática. Su partido, al principio partido obrero alemán, luego partido nacional socialista, obtuvo el número suficiente de parlamentarios como para que Hindenburg, en 1933, debido a eventos coyunturales, le otorgara plenos poderes. Mussolini, por su parte, obtuvo el poder merced a una multitudinaria marcha sobre Roma: manipulando al pueblo inocente, gritando consignas que eran gratas a sus oídos, logró hacerse con el poder absoluto de Italia. Y lo del comunismo en la URSS está tan visto y es tan conocido que, en aras de circunscribirme a mi cometido, veo menester pasarlo por encima. En definitiva, la democracia ha traído más males que bienes en su breve vida. Sólo basta alzar un poco la mirada y observar lo acontecido aquí en España: un presidente sin escrúpulos, antagónico hasta la coronilla respecto de los ideales clásicos del buen político, es el más votado gracias a su habilidad para engatusar a los ciudadanos -aunque ciertamente es Iván Redondo, un prestigioso asesor, sociópata por antonomasia, quien merece aquí los loores- y la drástica incultura de éstos. Como decía George Bernard Shaw, la democracia es el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que nos merecemos.
Dale a un tonto un lápiz, y verás cómo nunca lo suelta. A pesar de que no sepa escribir o trazar dibujos artísticos, el tonto seguirá aferrado a su lápiz regalado. La democracia, el sistema en el que los tontos deciden por quién han de ser gobernados, jamás dejará de existir -al menos no si se somete a los trámites democráticos para decidir su existencia-, porque los tontos jamás dejarán de querer decidir sobre algo que desconocen pero que les suscita el gozo del poder, tan atractivo para el inculto y para el vicioso como un Monet para el amante del arte. Es llamativo que las mayorías siempre estén buscando aumentar su poder y que, por el contrario, las minorías -inteligentes, recuérdese esto- lo eviten como si de una hoguera enfurecida se tratara. Este hecho da que pensar. Las personas que menos saben son normalmente las que más requieren la atención de los demás y buscan tomar las decisiones por sí mismas, sin dejarse siquiera ayudar por quienes saben. En cambio, las más sabias suelen ser calladas, prudentes e incluso comprensivas para con las sandeces de las mayorías. Ortega decía que el señorito satisfecho siempre quiere llevar la razón, se encuentra en un mundo ya hecho en el que él es el soberano y los demás -incluido el sistema- sus súbditos. No podía estar más afortunado el pensador madrileño.
La obra orteguiana podría incluirse dentro del ámbito socio-analítico; es un estudio exhaustivo -le llevó alrededor de diez años terminarla- sobre el hombre y su comportamiento en sociedad. Ahora bien, la peculiaridad de la situación en la que el filósofo se encontraba, unida a su gran carácter, le jugó una mala pasada a la hora de elegir el título y de acuñar denominación al sujeto de crítica de su obra. La rebelión de las masas fue mal recibida por algunos críticos debido a su tonalidad despectiva y arrogante para con aquellos que se incluían dentro del término “masa”. Esto, a mi parecer, se debe a que las personas que lo leyeron, más allá de ser críticas en sí, eran ellas mismas hombres masa: no supieron leer con detenimiento el ensayo de Ortega y prefirieron hacer uso de forma precipitada de su “derecho a opinar”. El hecho de que algunos grupos de “pensamiento” incriminasen a la obra orteguiana conforma otra razón más para corroborar la veracidad de su teoría.
El mismo Sócrates afirmaba con contundencia que la vida no sometida a examen no es digna de ser vivida[3]. Pues bien, si la sociedad de hoy, buena conocedora de los desastres que ha acarreado la democracia, se obceca con la bondad y necesidad de este sistema defectuoso “porque es el más justo, ya que todos participamos de él”, no merece otro calificativo que el de insensata. En otras palabras: el hombre de nuestro tiempo se obnubila tanto en lo bueno que es, en esencia, el sistema en el que se encuentra que prefiere mirar a otro lado cuando ve de cerca sus numerosos defectos. Quizá insensato se quede corto y sea más apropiado y fiel a la verdad acuñarle el adjetivo de necio a todo aquel que sostenga hoy por hoy que la democracia es efectiva y el sistema que más conviene a la humanidad. Muy al contrario que el Sócrates mostrado por Platón en su Apología -un Sócrates calmado, sabedor de su desconocimiento de innumerables aspectos de la realidad y, por ende, gran propulsor del diálogo como método de aprendizaje-, los ciudadanos hogaño, los miembros civiles de los estados modernos, resultan petulantes, soberbios y desconfiados: no admiten una “verdad” que les duela o suscite en ellos algún tipo de sentimiento adverso, prefieren aferrarse a una mentira cómoda antes que aceptar una verdad cargante.
Irónicamente, la democracia se basa en el ideal socrático del diálogo, tiene su pilar fundamental en la mayéutica. El problema está en que el hombre medio no es capaz de pensar como el gran maestro: Sócrates hay muy pocos en el mundo; y cada vez menos. Por eso, la democracia, aunque idealmente es buena, cuando pasa a ser utilizada, cuando se hace praxis, y no mera idea abstracta e ilusoria, deja tanto que desear. El ser humano, en tanto que social, está condenado a ser regido por unos pocos. Ahora bien, dejar en manos de los que no saben y se creen que saben la decisión de quiénes son esos pocos es una aberración.
[1] Con misión me refiero aquí a la vocación, al para qué del existir que confiere Dios a todas sus criaturas y que el hombre, a diferencia del resto, ha de averiguar por medio de sus decisiones libres y de la Gracia.
[2] La rebelión de las masas, Austral; p.108.
[3] Platón, Apología de Sócrates.
La democracia es el mal que padecemos, el engaño que nos devuelve a la opresión y a la miseria… Las democracias de verdad no existen, ni han existido nunca, son artificios plagados de mentiras y engaños. Alguien dijo una vez que la mejor estafa era aquella en la que el estafado se iba para casa creyendo que había hecho el negocio de su vida, y en esas estamos, rodeados de una plaga de tontos creyendo que son libres, creyendo que pintan algo…
En realidad, la supuesta democracia se contradice a sí misma, pues habla de libertad como de la panacea universal, cuando es precisamente de libertad de lo que carece. El éxito de una sociedad avanzada radica en su nivel de convivencia, pero para que exista convivencia tiene que haber respeto, y para que haya respeto tiene que haber disciplina, y la disciplina exige rigor y mano dura, no entra por sí sola…
No es de libertad de lo que nos hablan, es de libertinaje, que es todo lo contrario a la disciplina, al respeto y a la convivencia…
La democracia no existe, ni la libertad tampoco, es palabrería vana, el envoltorio que usan los dictadores…
Hasta hace unos pocos años..creia en la democracia..estaba ciega..puesto que es el sistema más manipulador que existe.