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La tradición política española consiste en elegir presidentes poco lúcidos y nada adornados por virtudes de mérito y capacidad. En tiempo de calma, eso puede significar arruinarse y, desde luego, nos ha convertido ya en el país con más paro del primer mundo. En tiempo de crisis grave como esta del Covid-19, la renuncia a la eficacia en la selección de los políticos puede costarnos mucho más, puede costar vidas. 

Pidiendo de antemano perdón a las excepciones, los autores del desaguisado no solamente han sido los políticos: hay otras profesiones que tampoco han estado a la altura de las circunstancias durante la epidemia que ha costado cientos de vidas y la principal es la periodística. Hace ya años que España defiende el principio “Para periodista sirve cualquiera”, que a la larga puede costarnos la democracia. Ya teníamos algún diario digital que vive de ocultar noticias, que tiene una lista de clientes que paga por que no se informe nunca sobre ellas, ocurra lo que ocurra.

El políticamente correcto quiere evitar generar miedo, incluso si eso significa ocultar la verdad y generar peligro. Muchas personas optan por informarse en las no profesionales redes sociales, que más que noticias emiten ruido, apriorismos, enfrentamiento y rencor. Si a esto le añadimos el hecho de que el español no juzga actitudes sino militancias, de que cuando nos describen una acción malvada preguntamos quién la ha cometido porque si ha sido uno de los nuestros nos parecerá mejor, llegamos a esta situación en la que estamos prácticamente desinformados. Aquí hay toneladas de información y datos, pero casi ningún conocimiento, hasta el punto de que la principal tarea del ciudadano avisado consiste en decidir qué noticias descarta. Y eso era lo que antes hacía por él el periodista profesional que filtraba, el famoso ‘gatekeeper’ o, sencillamente, el portero. Mientras el periodista era un guerrero del “La verdad a toda costa”, el políticamente correcto es un apóstol de lo conveniente. Cuenta solo lo que suena bien.

La red está llena de islas ideológicas en las que habitan felices los náufragos del conocimiento, que acuden no para informarse, sino para que les confirmen lo que ya pensaban. Es una estructura de información completamente acrítica, que intelectualmente nada añade ni al producto periodístico ni al perfeccionamiento intelectual del ciudadano. Porque se trata siempre de informaciones de refrendo: “Tienen razón, esto era lo que yo pensaba”. Este panorama catastrófico para la comunicación lo remata un sistema laboral de redactores menos que mileuristas, generalmente incultos, que hacen lo que pueden y que ya no tienen delante una primera línea de reporteros y redactores sabuesos y avezados de los que aprender. 

A partir de aquí, un periodista con experiencia nos anuncia desde Italia que aquí no pasa nada, porque puede ver el futuro. Una chica de Antena 3 arenga a sus seguidores de la tele para que vayan al desastre, a unas manifestaciones callejeras que pueden convertirse en una ratonera vírica. Todos bromean sobre el coronavirus. Un director de diario de izquierdas aparece en una tertulia pretendiendo desmontar la amenaza del Covid-19, pero argumentando como si fuera médico. De qué sirve ahora que estos tipos, henchidos de soberbia, en lugar de pedir disculpas nos digan que “Esto no se podía saber”. Precisamente porque no se podía saber, debisteis ser cautos.

El problema es que decís “Es fácil hablar a toro pasado”, pero lo que es fácil es hablar cuando te pagan por hacerlo de un modo determinado, incluso cuando eso significa no decir lo que sabes. Hemos colocado a no profesionales en la silla del comunicador. Nosotros organizamos en su día, para embrutecer a la población, este horror de las tertulias en el que el mismo tipo opina consecutivamente sobre el bosón de Higgs, el armamento de Corea del Norte y, a continuación, sobre la Gramática del armenio. Son foros superfluos de discusión que nada aportan, homenajes al absurdo donde periodistas sin preparación cobran por escupir sandeces que acaban de leer en la Red. Hay numerosos grupos de ciudadanos que, ideológica pero no intelectualmente, se adhieren a una u otra posibilidad sin exigir currículo al que habla. Gallineros de diletantes que luego la gente cita como si se tratase del oráculo de Delfos.

Si el periodismo ha llegado a tal extremo de descrédito aquí coincidiendo con la pandemia del coronavirus, también ha sido por culpa del público. La gente dice que quiere medios independientes pero, en general, no está dispuesta a pagar un par de euros por un diario. Quiere el impagable don de la libertad, pero gratis. Muchos redactores a los que pedimos independencia no llegan a fin de mes: mala armadura económica para resistir ninguna presión del poder. Entonces, aparece la infección llamada corrección política, una estructura ideológica que propone mentir informando. Consiste en no informar sobre lo importante, sino sobre lo conveniente. En ocultar todo lo que no tenga buen aspecto, incluso cuando pueda poner en peligro la salud de la población. En resumen: en asumir listones intolerables de falsedad. Y los indeseables que citaba arriba y otros muchos se dedican, sin ser científicos, a apuntalar la mentira de que no hay ningún peligro. El principio, que no se razona pero que se abandera con pasión, es “Aquí no pasa nada”. Y la población entra en un modo de digestión de una cantidad alucinante de falsedad, porque el principio no es informar, sino tranquilizar. Pero entre no alarmar innecesariamente y ocultar algo que puede resultar gravísimo hay un abismo. Entre la cumbre de ese precipicio y el fondo anda en caída libre, a punto de despeñarse, el periodismo español. El que hace tres décadas fue uno de los más importantes del mundo. 

Veo, por todas partes, periodistas que callan si lo indica el poder. Todos, algunos más que otros, albergamos algo de ideología, que solo es la expresión de nuestra manera de organizar el mundo. Pero aquí la ideología ocupa el espacio de nuestros cerebros que antes dedicábamos a la inteligencia.