Pocos minutos después de las 6:00 horas del día 11 de diciembre de 1987, ETA hacía estallar un coche-bomba en las proximidades de la puerta principal de la casa cuartel de la Guardia Civil en Zaragoza, segando la vida de once personas, entre las que se encontraban cinco niños y un adolescente y de los que ocho eran civiles y tres miembros del Instituto Armado. Los asesinados en el brutal atentado, que pertenecían a cuatro familias distintas, fueron el joven PEDRO ÁNGEL ALCARAZ MARTOS y sus sobrinas ESTHER BARRERA ALCARAZ y MIRIAM BARRERA ALCARAZ; el cabo primero de la Guardia Civil JOSÉ IGNACIO BALLARÍN CAZAÑA y su hija SILVIA BALLARÍN GAY; el matrimonio formado por el guardia civil EMILIO CAPILLA TOCADO y MARÍA DOLORES FRANCO MUÑOZ, y la hija de ambos, ROCÍO CAPILLA FRANCO; y el matrimonio formado por el sargento de la Guardia Civil JOSÉ JULIÁN PINO ARRIERO y MARÍA DEL CARMEN FERNÁNDEZ MUÑOZ, y la hija de ambos SILVIA PINO FERNÁNDEZ. Los heridos, que ascendían a ochenta y ocho, presentaban lesiones de diversa consideración, y un gran número de ellos no logró recuperarse hasta varios meses después. Dos mujeres, embarazadas en el momento del atentado, perdieron a sus hijos a consecuencia de la explosión.
A la hora en la que se cometió el atentado tenía lugar habitualmente el cambio de guardia de los agentes que custodiaban la entrada a la casa cuartel de Zaragoza, situada en el popular barrio del Arrabal. Un Renault 18 de color gris se dirigió hacia la puerta lateral del cuartel de la Benemérita desde la avenida de Cataluña. La sustracción del vehículo, cometida días atrás, había sido denunciada en el puesto de la Guardia Civil de Tolosa. Al llegar al cuartel, el coche se detuvo. El sargento José Julián Pino Arriero, que custodiaba la entrada y que estaba sustituyendo a un compañero enfermo, se dirigió hacia el vehículo con intención de señalar al conductor que no estaba permitido estacionar en aquel lugar. En ese momento, el conductor del Renault arrancó de nuevo en dirección al fondo de la calle, donde le estaban esperando varios compañeros en un segundo coche, un Peugeot 205 blanco. El conductor del Renault 18 abandonó el mismo y subió al otro vehículo, que se alejó a gran velocidad. Pocos segundos después tenía lugar la terrible explosión del coche abandonado, cargado como estaba con una bomba compuesta por 250 kilos de amonal. La onda expansiva derribó los muros laterales del cuartel, dejando un agujero de más de diez metros de largo, lo que provocó el derrumbamiento de las cuatro plantas del edificio. El sargento que estaba de guardia recibió de lleno el impacto de la explosión, que le destrozó ambas piernas, prácticamente amputándoselas en el acto. Desde el primer momento se sucedieron escenas de gran angustia entre los guardias y las familias de éstos que vivían en la casa cuartel y que luchaban por salir de los escombros, mientras los vecinos de los alrededores, despertados por el estruendo, veían con incredulidad el estado en que había quedado el edificio y las empresas y casas próximas. Muchos de los edificios cercanos tuvieron que ser demolidos debido a los daños estructurales causados por la explosión.
Las familias más perjudicadas fueron, sin duda, las de las plantas inferiores, cuyos miembros quedaron sepultados bajo las ruinas y los escombros. Numerosos efectivos del cuerpo de bomberos, Cruz Roja y fuerzas de seguridad no tardaron en presentarse en la escena. Familias enteras habían desaparecido bajo las toneladas de vigas, polvo y restos de todo tipo. Las labores de rescate eran lentas y dificultosas debido a la falta de luz y al riesgo de que se produjeran nuevos derrumbamientos que pudieran acabar con la vida de algunos de los supervivientes todavía sepultados. Se formó una cadena humana de más de cien personas que fue peinando la gran montaña de escombros de más de tres metros de alto en la que se había convertido el edificio. Los guardias civiles heridos que eran dados de alta en los centros hospitalarios regresaban a la casa cuartel para ayudar en las labores de rescate.
De entre los más de setenta heridos, muchos lo fueron de gravedad. En Vidas Rotas (Alonso, R., Florencio Domínguez, F. y García Rey, M., Espasa, 2010) se enumera una relación de afectados por la explosión, detallando los días que tardaron en recuperarse de sus lesiones. Los más graves tardaron varios años en recuperarse y, al igual que había sucedido entre los fallecidos, muchos de los heridos eran niños.
Varios años después de la matanza, el terrorista francés Henri Parot diría acerca de la bomba utilizada en Zaragoza que “para montar la carga utilizamos tres botellas de acero del tipo de las usadas para nitrógeno, que estaban seccionadas […] La orientación de los tubos con la boca abierta hacia el objetivo junto con el cordón detonante y los reforzadores en sus bases provocó que la explosión fuera dirigida como si se tratara de auténticos cañones.”
Poco antes del atentado había sido detenido en Cuenca el etarra Javier Lertxundi. Según publicó El País el 13 de diciembre de 1987, Lertxundi había declarado ante la Policía el día 20 de noviembre de ese mismo año que ETA planeaba un atentado selectivo contra varios oficiales y agentes de la casa cuartel de Zaragoza. En el libro Vidas rotas, anteriormente citado, los autores se hacen eco de crónicas periodísticas según las cuales en la tarde del día anterior al atentado, el 10 de diciembre, habría llegado un télex urgente a la Jefatura de Policía de Zaragoza, enviado desde la Brigada Central de Información del Cuerpo Nacional de Policía, en el que se advertía de una acción terrorista inminente que ETA iba a perpetrar en la capital aragonesa. Según se recoge en Vidas rotas, los datos del télex no habrían llegado a tiempo a todos los cuerpos de seguridad que operaban en dicha ciudad.
El 12 de diciembre, día siguiente al atentado, se celebró en la Basílica del Pilar de Zaragoza un multitudinario funeral por el alma de los once asesinados. A las 10:30 horas, familiares de los fallecidos, guardias civiles y policías uniformados portaron los féretros, cubiertos cada uno de ellos con la bandera nacional. Los correspondientes a las hermanas gemelas Esther y Míriam Barrera Alcaraz, de tan sólo tres años, eran de color blanco.
Durante el acto se vivieron momentos de especial tensión cuando algunos fotógrafos y cámaras de televisión intentaron tomar imágenes del interior de la basílica. Algunos familiares de las víctimas trataron de impedírselo y llegaron a amenazar en voz alta con levantarse y marcharse si aparecía algún periodista. A la salida de la basílica, mientras sonaba la marcha fúnebre, numerosas personas reclamaron a gritos la pena de muerte para los terroristas, pero fueron acallados por las notas del himno de la Benemérita. Los políticos que habían acudido al acto tuvieron que escuchar insultos, como “buitres” o “tragones” y recriminaciones por parte de algunas de las personas presentes, como por ejemplo “sólo venís a los funerales” o “vosotros sois los asesinos”.
El domingo 13 de diciembre, dos días después de la masacre, doscientas mil personas salieron a las calles de Zaragoza, en un día frío y lluvioso, para condenar el atentado y mostrar su solidaridad con los familiares de las víctimas y con la Guardia Civil, bajo el lema “Zaragoza, por la paz y contra el terrorismo”.