ÚNETE A NUESTRA NUEVA PÁGINA DE FACEBOOK. EMPEZAMOS DE CERO
ÚNETE A NUESTRO NUEVO CANAL DE TELEGRAM
ÚNETE A NUESTRA NUEVA COMUNIDAD EN VK
Uno de los recursos demagógicos (defecto en el que desembocan las democracias) para anestesiar la mente y manipular la opinión pública es la de echar culpas a algo o alguien inexistente. Es el truco que distrae la atención hacia la entidad abstracta, sin fundamento en la realidad, para no tener que cargar con la culpa la persona concreta, el sistema político, el partido responsable…
Las corruptelas políticas se camuflan así en fantasmas inexistentes que se hacen pasar por reales para evitar explicaciones embarazosas.
Cuando se busca a una persona real como cabeza de un delito para ocultar así a los verdaderos culpables, algún inocente paga con la cárcel en su cabeza visible las culpas de otras tramas inconfesables. El caso de Antonio Tejero no fue el único por todo conocido.
Pero si no hay cabeza visible de algún otro delito (como en el asesinato o autodefensa contra la delincuencia de extranjeros), entonces se promueve una manifestación contra el racismo y la xenofobia que oculte las verdaderas causas de esos desmanes e implicaciones políticas de los gobiernos o los traficantes de drogas, armas o mano de obra barata, que de todo hay en la viña del diablo, aparte de acusaciones absurdas a grupos de ultraderecha (¿…?).
Respecto a esta forma de tráfico de “desesperados”, la culpabilización de asesinato por racismo y/o xenofobia no pasa de ser una nube de humo para ocultar problemas de otras índoles con dineros sucios incluidos.
España nunca ha sido racista porque por naturaleza ha sido país muy hospitalario y sobre todo por razón de religión y temperamento latino.
El racismo implica una filosofía anticristiana que jamás ha existido en el terreno patrio y que incluiría un complejo de superioridad que llevaría a la creencia de que esa raza estaba llamada a regir los destinos del mundo. Para eso ya están los “Protocolos de los sabios de Sión y Los mayores enemigos de los pueblos” de Jean Poyer (Ediciones Libertad).
Nada más absurdo puede concebirse en un temperamento hispano evangelizador, explorador, aventurero, amigo de todo el mundo, curioso y extrovertido por naturaleza, que llamarle racista y xenófobo.
Nuestro sustrato social-humano lo compusieron íberos, celtas y celtiberos, allá por el siglo VI antes de Cristo. Los turdetanos, al sureste, florecieron entonces en la gran “ciudad” de Tartessos, descrita por los griegos como poderoso foco de organización social, cultural y política.
Incluso los primeros “invasores” procedentes del Rin y Ródano hacia el 800 antes de Cristo, los celtas, fueron absorbidos dado su número relativamente reducido, y ello a pesar del régimen tribal predominante entonces, y en parte también, por la falta de vías de comunicación.
Si Leovigildo no logró aunar a los godos y grecorromanos fue porque aquellos eran arrianos y estos católicos, no por razón de número desigual.
Pero cuando Recadero abjura de su herejía arriana en el Concilio III de Toledo (en 589), se levanta la prohibición de matrimonios mixtos, se funden ambos pueblos y con la promulgación de la Lex visigothorum se unifican los códigos romano y germánico.
España ha sido lugar de paso obligado en todas las direcciones y todas las edades. Hablar a estas alturas de racismo es de lo más insultante, además de hilarante.
(Continuará)