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Uno de los momentos más gratos durante la Eucaristía es el de escuchar: dichosos los invitados a la cena del Señor. En efecto, una invitación inmerecida, pues como bien decimos previamente a la recepción de la comunión: Señor, yo no soy digno que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme (San Mateo 8:8) y es ahí cuando reconociéndonos enfermos espirituales acudimos a Él, Medico de las almas para que nos sane con su Cuerpo y con su Sangre.
Al escuchar esa invitación por boca del ministro correspondiente, es el mismo Cristo que nos invita como recuerda Apocalipsis 19:9: Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero.
De tal forma, habiendo confesado nuestras culpas (para no ser reos de condenación como dice San Pablo 1ª de Cor 11:29) con hacimiento de gracias nos acercamos a tal divino convite, alimentados previamente por la palabra del Señor nos disponemos a recibir en nuestra alma la verdadera comida y bebida de nuestra salvación (San Juan 6:55)
Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer. (San Juan 15:5)
Concluyo con una canción realmente preciosa, que nos invita a meditar sobre todo en ese sacrificio del Cordero que nos abrió las puertas del cielo y abolió el sistema de sacrificios antiguos (pero Él, habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados para siempre, se sentó a la diestra de Dios. Hebreos 10:12).
La canción se titula: Agnus Dei