Cine de verano

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Décimo largo como director de Stanley Kramer y uno de los mejores, El secreto de Santa Vittoria (1969) es un filme manifiestamente subestimado, harto más satisfactorio (e interesante) que otros más reputados de los suyos, como el irrisorio cromo histórico Orgullo y pasión (1957), la tediosa historieta apocalíptica La hora final (1959) o la teatral y más que ambigua Adivina quién viene esta noche (1967), filmes que, pese a sus relativos valores, concretados en una notable factura técnico-artística, resultaban bien superiores a los grandes fiascos del Kramer director: El barco de los locos (1965) y, sobre todo, R.P.M: revoluciones por minuto (1970). Debería pues enmarcarse (El secreto…) junto a sus trabajos considerados mayores, del arco que va del mamotreto Vencedores o vencidos (1961) al dilatadamente divertido El mundo está loco, loco, loco (1963), donde las ambiciones discursivas y colosales de su artífice habrían de alcanzar mayor prestancia fílmica.

En Kramer predomina siempre el productor sobre el director; no es un cumplido, tampoco un reproche. Era un hombre consecuente: sabía qué quería contar… pero a menudo fracasaba en el cómo. De aquí el subrayado, la redundancia inútil, un gusto por lo didáctico que, de puro insistente y pesado a veces, termina por fastidiar. Estos defectos, apenas perceptibles en El secreto…, lastran ciertas secuencias de algunas de sus grandes obras (pensemos, por ejemplo y a propósito de El mundo está loco, loco, loco, en la dilatada secuencia del parque, donde los indeseables personajes circunvalan la ansiada “W” sin dar con ella durante más tiempo del prudencial…) En Kramer, esta morosidad narrativa, este insistente subrayado del texto con tinta roja, suele aunar un exceso de ambición con un exceso de duración. No es pues de extrañar que los filmes del Kramer director “parezca” que duren “algo más” del tiempo que deberían durar. Así, también El secreto…, que llega a alargarse hasta los casi 140 minutos (!), incurre en esta hipertrofia. Que suponga una adaptación de una novela de Robert Crichton no justifica, ni mucho menos, la causa de tal hipertrofia; es inherente a la concepción fílmica de Kramer. Claro que Kramer no es Visconti, ni sus inquietudes artísticas van por parejo sendero.

Cine de verano

Los créditos iniciales están presididos por la sabia fotografía del gran Giuseppe Rotunno y la excelente columna sonora de Ernest Gold (sin duda estamos ante uno de sus mejores trabajos, donde el sinfonismo macizo que le catapultara a la fama con Éxodo logra aquí armonizarse con el temperamento italiano que reclama la historia, caro a la canción melódica quintaesenciada en Di Capua): planos estáticos, casi a la manera de fotos-fijas, de diversos tipos populares, donde dos elementos descuellan con fuerza: 1) el vino, sintetizado en las copas que portan los tres ancianos sedentes del primer plano; y 2) la fuente en medio de la plaza (escenario central del filme) que identifica la sucesión de personajes en un contexto concreto, es decir la pequeña población italiana de Santa Vittoria, con su millar largo de almas y su esencial arraigo a la vinicultura, motor económico y soporte vital de la actividad humana.

No conviene insistir en el argumento, ingenioso a su manera: estamos en 1945, con la Segunda Guerra Mundial a punto de terminar, y al pueblo de Santa Vittoria llegan las tropas alemanas, prestas a requisar sus valiosas reservas de vino. Urge pues esconderlas, al menos una parte importante del total… Comedia costumbrista, con sus pizcas de filme bélico amable, sazonan el conjunto.

Frente a la correcta galería de actores (destacando, por encima de todos ellos, la magnífica presencia de Anna Magnani en el rol de Rosa, bien superior a un sobreactuado Anthony Quinn como Bombolini) descuellan, como siempre en Kramer, ciertas secuencias, ciertos planos, que reivindican una cierta genialidad potencial, lo que pudo haber sido y, acaso, no llegó a ser.

El momento más notable y asombroso de la cinta lo constituye, sin duda, el espectacular y muy bien sincronizado traslado de las botellas de vino, en una enorme cadena humana a varias filas, desde la bodega central del pueblo a la cueva romana. Prodigio de disposición espacial y hábil uso del montaje (comprensible nominación al Óscar en esta categoría, competencia de William Lyon y Earle Herdan), con una eficaz valoración del paisaje, aprovechando la ubicación del pueblo en lo alto de la colina, en razón de unos picados y contrapicados que no hacen sino acentuar la verdura envolvente de los viñedos que circundan Santa Vittoria. Ritmo y variaciones sobre un tema campestre que no hubiera desagradado a Vincent d’Indy… Por unos momentos (acaso sea un espejismo), Kramer consigue ponerse a la altura del King Vidor de El pan nuestro de cada día, obra maestra absoluta del espíritu cooperativo en el cine useño.

Mas por desgracia, Kramer no consigue mantenerse a esta altura durante el metraje restante, triángulo amoroso incluido. Irrumpe al fin la rutina del ilustrador, empeñado en llevar a buen puerto su colosal empresa. Y ése es el mayor defecto del filme: su academicismo a ultranza, un academicismo que rara vez alcanza la categoría de clásico. Un inconveniente que cabe más achacar al Kramer productor que al Kramer director, virtualmente condicionado por su cometido primero, no por liberal menos sometido a los postulados de la todopoderosa industria cinematográfica una vez se hizo con el control completo de la nave.