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En los casi diecinueve años que llevamos del siglo XXI, esa es la cifra de fallecidos en accidentes de circulación en las carreteras, ciudades, pueblos y aldeas de España. Sin contar los no fallecidos que han quedado mermados físicamente para toda su vida. Es la triste noticia con la que nos hemos desayunado el último lunes de julio, en las puertas del agosto festivo que todo el mundo espera con inusitada alegría. Digo mal lo de todo el mundo, porque estoy seguro de que a muchos padres y madres, esposos y esposas, abuelos y abuelas, tíos, tías, novios, novias, amigos, conocidos y personas cercanas de esos diecisite mil fallecidos trágicamente, su alegría estará bastante amortiguada por un recuerdo imborrable, aunque mitigado por el tiempo y la fe de cada cual.
Pero, ante esta noticia tan luctuosa no deberíamos quedarnos quietos como si esas tragedias las hubiera producido algo tan fuera de nuestro alcance como un terremoto o cualquier otra catástrofe natural sobre la que la humanidad no tiene ningún (o muy escaso) control. Porque estas diecisiete mil tragedias familiares no se deben repetir nunca más.
Para ello deberemos meditar seriamente si, como hombres libres, estamos afrontando esta lacra mirándonos hacia adentro y aplicando las herramientas que Dios nos ha dado como la inteligencia y la voluntad, para que -con ellas- además de cumplir a rajatabla las normas establecidas, reflexionemos antes de consumir drogas o alcohol a la hora de subir a una moto, un coche, un camión, una furgoneta o cualquier otro tipo de vehículo.
También, los gobernantes del mundo deberían trabajar conjuntamente para ver la manera de reducir drásticamente la pérdida inútil de tantas vidas humanas, tomando las medidas más eficaces y justas en pro de tan noble proyecto. ¡Ojalá que así sea!