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Aquellos que en el último rosario electoral apostamos por expresar nuestro rechazo a la clase política actual mediante la abstención, el voto nulo o el voto en blanco estamos encontrando en estos meses tantas razones para reafirmarnos en nuestros comportamientos que es más que probable que conformemos el grupo de votantes más satisfechos por el sentido de su decisión, a pesar de no figurar en las encuestas. Esos malévolos instrumentos de manipulación social apenas dan a conocer ni tienen en cuenta el porcentaje de indecisos, abstencionistas o protestantes de una u otra forma, cuando ‘cocinan’ el resultado para ofrecerlo al gusto del consumidor que realizó el encargo, aunque la realidad es tozuda y aparece tarde o temprano con la publicación de los barómetros del CIS, en los que es imposible esconder la opinión mayoritaria de los ciudadanos de que “la clase política es un problema”.
Los ciudadanos nos hemos acostumbrado a que la clase política nos reporte más problemas que soluciones, a pesar de que ello suponga quebrantar la esencia de la relación entre el representante y el representado por mucho que nuestros políticos actuales insistan con grandilocuente insistencia en autocalificarse como “servidores públicos”. El servicio público es lo que menos impera en el bloqueo en que se encuentra la gobernabilidad de España y de Comunidades Autónomas como Madrid o Murcia. Tanto en las conversaciones que mantienen el PSOE y Podemos para la investidura de Pedro Sánchez como en las relaciones entre PP, Ciudadanos y Vox en las regiones madrileña y murciana, el factor ausente es el de atender a la voluntad expresada por la sociedad en las urnas hasta el punto de que su desvergüenza les llevará a repetir las elecciones si su incapacidad de diálogo les impide adoptar un mínimo acuerdo que garantice la gobernabilidad.
El tacticismo pensando en las siguientes elecciones, el mantenimiento de las suculentas nóminas, la persistencia en un puesto de trabajo de escasa exigencia, la disponibilidad de relevancia social en un entorno más o menos amplio, el servicio al aparato del partido, las opciones de seguir medrando para hacer de la política una carrera profesional, la consecución de poder; éstos sí son factores presentes en las relaciones postelectorales de los partidos, culpables todos ellos de la parálisis política en la que se encuentra España. Cuando la aritmética parlamentaria ofrece posibilidades de salvaguardar estos intereses sin complicaciones, los pactos son rápidos y fáciles; el reparto de puestos se acuerda de inmediato e incluso, como ha ocurrido en muchos ayuntamientos, se adoptan medidas indecentes como exagerados aumentos de los sueldos políticos, sabedores como son de que la polémica se disolverá como un azucarillo en el agua del tiempo.
Con tal de evitarse el esfuerzo de tener que dialogar y llegar a consensos y para no verse expuestos ante la opinión pública en posiciones desagradables como la de una repetición de elecciones, los políticos recurren a todo tipo de ocurrencias como las segundas vueltas, dejar gobernar a la lista más votada o, la última de ellas, conceder al partido ganador 50 escaños extras en el Congreso. Cualquier recurso es válido menos atender a la esencia del sistema que ellos mismos han creado o bien sustituirlo por otro que verdaderamente se adecúe a la idiosincracia de la sociedad y de la política españolas.
Lamentablemente la memoria social es débil y ya apenas recordamos que este tipo de comportamiento no es inherente al ser humano ni al ser español. Pocos son los españoles que recuerdan que hubo un tiempo en el que la concordia y el anhelo por construir un país mejor, con visiones y opiniones plurales, hizo que España fuera un país admirado en todo el mundo y que dirigencias extranjeras estudiaran el caso español como un modelo para hacer la Transición desde una dictadura hasta una democracia; si bien, realmente no había nada que estudiar, fue todo cuestión de voluntad. Aquella que durante un tiempo llevó a dirigentes de distintos partidos a alcanzar acuerdos para evitar problemas a los ciudadanos se ha transformado en la voluntad de practicar la política como si se tratara de una campaña electoral permanente durante la cual todas las decisiones se adoptan con el propósito de conseguir más votos en los siguientes comicios.
El sentido de Estado que impregnó durante un tiempo el desempeño de la política española se ha convertido en un maravilloso recuerdo cuando en realidad debiera ser el factor predominante, siempre y en todos los casos, en el ejercicio político. Recolocar a la sociedad española como objetivo central de la política sólo se va a conseguir con presión e insistencia. Mientras tanto, los políticos seguirán con su teatro y con sus miserables cuitas para tener más o menos nóminas a repartir entre sus amigos. Y decidiendo sobre nuestras vidas.