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La nueva esclavitud no es noción de invención reciente, producto perfeccionado de una tecnocracia aséptica: se ha venido fraguando desde el siglo XVII, mas su reinado explícito no se ha consolidado sino a partir del XX.
La nueva esclavitud es hija natural del liberalismo práctico. No fue gestada tanto por un impulso sensual e irrefrenable como por un ansía despiadada de control y muerte; la rapiña y la vileza son sus perpetuas aliadas, arterias vitales de las sociedades industrializadas. Sobre las bases monstruosas de la secularización política y el descrédito de la vida del espíritu, la mediocridad -esa constante sempiterna del género humano- tenía vía libre para implantarse en los más divergentes tejidos sociales. Al renunciar a la idea cristiana del hombre (lo contingente) ante Dios (lo inmanente), al destronar la virtud como principio de salvación, la ética quedaba relegada a producto de lujo, cachivache piadoso en manos del poderoso deificado. Fijados los límites del poder del Estado y despolitizadas parcelas enteras de la humana actividad, el liberalismo liquidaba al fin el proyecto ideal clásico, heredado por el cristianismo.
Así, y sobre la quimera de los derechos individuales, el hombre se otorgaba a sí mismo primores infundados. Indiferente no ya a la moral más esquemática sino a la mismísima sombra de un Dios impasible, el sujeto moderno adquiría al fin poderes divinos. Arbitro y dueño de su destino, pasaba a ser no ya celoso albacea de su espíritu maltrecho, sino esclavo insobornable de sus más mezquinos intereses. No sólo no era capaz de matar a su hermano por unas monedas de oro, sino de hacer con él algo tal vez “peor”: esclavizarlo, es decir, cosificarlo; recientes teorías políticas asimiladas -harto bien conocida una de ellas-, no harían sino subrayar esta evidencia.
Pero conforme una cosa tomaba conciencia de sí misma, destinada estaba a conceptualizarse, es decir, a ocultarse. En consecuencia, la esclavitud convencional, por ineficaz, quedaba condenada a prescribir antes de tiempo. Los cantores de los derechos humanos llegaban con retraso: no habían hecho sino denunciar lo obvio, lo atroz de una vergüenza tiempo ha perpetrada. Mas ya era tarde. Las sangres derramadas fueron tantas que bien pudieran haber suministrado ingente caudal a ríos amazónicos en su agónico devenir. Pero la esclavitud no había expirado con la supresión de la argolla y las cadenas. Al contrario: meramente se estaban sutilizando sus tácticas invasivas.
El esclavo ya no sería el cuerpo del hombre, sino su alma, que desde entonces iba a ser depreciada, negada, aniquilada. Regado de bajos placeres y peregrinas vilezas, el cuerpo se consumía en su fiebre, al tiempo que el alma, humillada y envilecida, se abismaba con loca ceguera en las simas de la escala zoológica: su muerte real era ya inminente.
Arrancada la Religión Católica de las empobrecidas nuevas generaciones, ésta fue progresivamente sustituida por el culto al Estado y a la sacrosanta tecnología, confirmando lo que iba a ser una manipulación de la humana percepción sin precedentes (la más audaz hasta hoy conocida); este renovado culto a la tecnología de nuestro tiempo, inoculado con perversa astucia en esas multitudes faltas de vida espiritual, ha rubricado con éxito una esclavitud tiempo ha pactada.
La nueva esclavitud alcanza en nuestro enfermo presente su más alta cota de eficacia. No es concepto sociológico impertinente, sino letal tumor del alma agonizante del moderno.