Género tóxico
El Exterminador de Tontos

Nuestra primera definición de imbecilidad dice “Cualidad de imbécil”.

Nosotros tomaremos tal cualidad como virtud que puede colocarnos en el camino hacia el éxito profesional. La razón es la muy española y arraigada costumbre de contratar y ascender solamente a personas incapaces de hacernos sombra, que consigue que nuestro sillón nunca peligre a costa de permanecer siempre rodeados de mermados. En el marco de una jerarquía laboral, el principio hispano es “más idiota, más lejos”.

Acotemos la virtud que estamos analizando. Aprendamos algo más de la pintoresca característica llamada necedad, sociológicamente tan importante porque es mayoritaria. El genio Francisco de Quevedo decía que eran estúpidos todos los que lo parecían, pero también la mitad de los que no lo parecían. En oposición a la inteligencia, siempre limitada, la estupidez es fascinante por lo contrario, por ilimitada.

La idea popular de que un tonto en la cercanía es más peligroso que un malvado arranca de la convicción de que el primero es imprevisible y puede generar cualquier catástrofe. Jules Renard creía que la expresión “estupidez humana” era redundante porque, en realidad, los únicos estúpidos son los hombres. Intentemos aislar alguno de lo mil ricos matices y destellos de la estulticia.

Toda persona que desee considerarse realmente estúpida deberá invocarse a sí misma alguna vez.

En lugar de citar a Óscar Wilde, Chesterton o Einstein, pronunciará la frase “como yo digo” para, inmediatamente, regurgitar un lugar común o una sandez. “Como yo digo, en cuestión de gustos no hay nada escrito”. En primer lugar, el pensamiento no es de este hablante que se lo atribuye. En segundo lugar, la idea es completamente absurda: la literatura sobre los diferentes pareceres y paladares es muy abundante.

Sin ir más lejos, todas las publicaciones sobre enología, literatura, pruebas de coches o cinematografía versan precisamente sobre diferencias entre inclinaciones o gustos. Con la educación pasa algo similar: hay mucho escrito. Desde que los zapatos negros se complementan con calcetines del mismo color hasta que los varones educados les abren la puerta del auto a las señoras.

Bien entendido que no existe un absoluto ni en el tiempo ni en el espacio y que el discurso dominante cambia. Por ejemplo, los calcetines blancos sí están de moda en algunos lugares del Este de Europa. Pero, en cuanto a la moda lingüística, se caracteriza porque que la gente siempre termina repitiendo lo que oye. Esto convierte nuestra ida social en un puro deleite, en una ceremonia prácticamente continua de escucha de absolutas sandeces.

Hay una que les sonará, pues se enfrentan a ella casi a diario: “Soy amigo de mis amigos”. Magnífico: eso es como decir cuñado de mis cuñados. Una vez que sé que mi interlocutor es amigo de sus amigos y no de sus enemigos, de su proctólogo ni de su charcutero, tanto la conversación como mi propia vida siguen adelante bañadas en la luz del conocimiento.

La cuestión es: ¿está obligado un auténtico imbécil a definirse con una obviedad tan flagrante como esa, a destacar como particularidad de su personalidad precisamente algo que le ocurre a todo el mundo? ¿Con qué frecuencia debe hacerlo? ¿Ha de convertir la frase en su epitafio para que termine esculpida en piedra?

Lo primero es asumir que no estamos libres de culpa. Michel de Montaigne dejó claro que nadie está libre de decir estupideces y matizó que lo malo es decirlas con énfasis. A partir de aquí, hay artistas de la frase estúpida. La frase definitiva, el pensamiento profundo que no puede faltar en el discurso de un necio perfecto, es esta advertencia: “Ojo: yo por las buenas soy muy bueno, pero por las malas…”. Brillante, a la par que original. A los demás no nos pasa eso, claro. Los demás devolvemos abrazos por bofetadas.

Claude Chabrol dijo que la tontería es fascinante porque, a diferencia de la inteligencia, no conoce límites. Adenauer, que Dios le había puesto límites a todo menos a la tontería. El delicioso y chispeante Luis Carandell me contó personalmente que él rechazaba un candidato al premio al Tonto Contemporáneo si era un tonto obvio. Si no aportaba nada al conocimiento de la tontería.

Mi madre me enseñó que un tonto es más peligroso que un malvado, porque puede hacer mucho más destrozo. Miguel Platón afirma que lo peor es que el tonto sea activo, refiriéndose a ese empleado imbécil que, como él dice de sí mismo, “no para quieto”. Antonio Burgos descubrió el tonto con balcones a la calle, que exhibe orgulloso su condición, y Noel Clarasó especuló con que al tonto no le debía ir tan mal cuando ninguno se queja de serlo.

Nos lamentamos del dolor de las contracturas de espalda, la los estertores de la alergia o la alopecia, pero nunca de la tontería. Nunca plañimos así: “Mi problema es que soy imbécil y por eso digo ‘hoja de ruta’ en lugar de ‘plan’”. Estrabón diría hoy que una ardilla podría atravesar España saltando de tonto en tonto. Forrest Gump sabía que tonto era el que hacía tonterías.

Por supuesto, la abundancia de tontos que vivimos no es nueva, sino cíclica.

Y, en una u otra ocasión, las explosiones masivas de idiotez han llamado la atención de los más grandes. José Ortega dijo que el inteligente vive en guardia contra sus propias tonterías, las reconoce y se esfuerza en eliminarlas, al paso que el tonto se entrega a ellas encantado y sin reservas. Miguel Delibes escribió mucho sobre el particular e inventó el personaje de Azarías, que hacía caca regularmente en mitad de un paseo, junto a la casa del amo.

Santiago Amón dijo que en España no cabía un tonto más y que, si llegase otro, se caería al agua. Antonio Burgos descubrió el tonto con balcones a la calle, que exhibe orgulloso su condición, y afirma que la calle Alcalá es tan larga que, si no, los bobos no cabrían. Estrabón diría hoy que una ardilla podría atravesar España saltando de tonto en tonto. José María García inventó el término abrazafarolas y el capitán Haddock, la voz bebe sin sed.
Nuestra lengua evoluciona y al tonto no le llamamos ahora tonto, sino políticamente correcto. O buenista.

Al buenista límite lo llamamos angelista. En España tenemos feministas pro palestinos; lehendakaris que dicen “vascos y vascas”; maestros que escriben niñ@s, a pesar de que la arroba no es una letra; intelectuales gafapastas engolados; pensadores que no leen sino que releen porque ya lo han leído todo; y peatones que, cuando preguntas dónde está la Gran Vía, te envían a Ulán Bator para ser corteses en lugar de responder que no lo saben.

Si nombras presidente del Gobierno a un estúpido sin retorno, él subvenciona a los gays y lesbianas de Zimbabue; dice delante de todo el planeta que la tierra no es de nadie, salvo del viento, y encima plagiando la frase; y destruye el país en menos de ocho años. En España no hace falta plantar tontos, porque germinan solos. Te despistas un instante y aparecen pacifistas amigos de Corea del Norte, feministas propalestinos y contertulios que niegan que la deuda externa sea un problema, porque basta con no pagarla.

Si continúas con la búsqueda, aparecen presidentes de comunidad de vecinos, pero de los que lo son voluntariamente, que son los más mermados. Profesionalmente, el tonto puede rayar a muy diferentes alturas y la de secretario de Estado es la más común, pero hay idiotas más arriba, especialmente por efecto de la consanguineidad.

Ya cuando príncipe, muchos creían cornudo al futuro Carlos IV porque su esposa, María Luisa de Parma, tenía fama de mujer muy acogedora para con los varones de la órbita extramarital. El todavía monarca Carlos III y él mantuvieron en una ocasión este diálogo:
– Carlos IV: “Padre: tú, como rey, y yo, que lo seré, tenemos una gran suerte: nuestras mujeres no podrán engañarnos nunca”.
– Carlos III: “¿Cómo puede ser eso?”
– Carlos IV: “Padre, es imposible. Estamos en lo más alto. No hay nadie por encima de nosotros con quien puedan hacerlo.”
Carlos III sonrió amargamente.