El 2 de marzo de 2016, el líder de Podemos, Pablo Iglesias, subía por primera vez a la tribuna de oradores del Congreso de los Diputados con bastante expectación social por conocer las maneras de quien llevaba años presentándose como el mesías caído del cielo para cambiar la política. No habían transcurrido ni 30 segundos en su estreno como representante de la sociedad española del siglo XXI cuando Iglesias recordaba a los represaliados por la dictadura franquista, un régimen finiquitado 40 años antes, revelando por tanto que sus intenciones no iban a estar dirigidas a la construcción de una España mejor sino a ejercer un revisionismo inútil, absurdo y revanchista.
Después de tres años en los que está dinámica tendente a despertar los fantasmas ‘guerracivilistas’ del pasado ha ido contagiando incluso a un partido habitualmente moderado como el PSOE, el resultado ha sido el surgimiento de una formación política igual de radical que Podemos pero de sentido contrario, cual si del principio de Arquímedes se tratara: la aparición de una fuerza de izquierdas ha provocado la inmediata reacción de otra fuerza de intensidad similar pero de derechas, en este caso con la denominación de Vox. Sin embargo, algo diferencia a ambas formaciones por mucho que creamos que, al final, los extremos se tocan.
El ejercicio de la política en España se está convirtiendo en un arte por descorazonar a los ciudadanos, de ahí que a una insensatez de uno de los actores le acompañe de forma inmediata otra insensatez mayor de su contrincante. Quizá sea esta la razón que explique por qué las añoranzas del pasado de Pablo Iglesias han sido minimizadas por Santiago Abascal, quien ha debido pensar que, si al líder de Podemos le da resultado recuperar la Guerra Civil y la figura de Franco, podría ser conveniente para sus intereses recurrir a Don Pelayo y la Reconquista. Ya lo decían los hermanos Marx: “…y dos huevos duros”.
Por esta senda de disparates está transitando la campaña electoral de los partidos extremos, de la que en ocasiones tampoco se abstraen los moderados, aunque éstos se concentran sobre todo en hacer la ‘contracampaña’. Los pronunciamientos previos al 28-A están muestran una intensificación de la triste seña de identidad de la política española: ‘la contra’. No existen propuestas positivas ni se muestran deseos de construir una sociedad mejor; las ofertas electorales de los partidos no son más que un glosario de ideas tendentes a diferenciarse del contrario o bien a oponerse en debates absurdos como la estúpida ocurrencia de sacar los restos de Franco del Valle de los Caídos, asunto paradigmático del alejamiento de los políticos españoles respecto a la sociedad a la que representan.
Hace años los políticos se lamentaban de lo que llamaban ‘desafección’ de los ciudadanos respecto a la política; hoy han descubierto los beneficios que ello les reporta ya que pueden cometer impunemente todo tipo de desmanes sin tener que rendir cuentas antes de la sociedad. En esa deriva, llegamos a unas nuevas elecciones en la que las pretensiones se centran en que no gane y/o gobierne otro más que en diseñar una España mejor que ilusione y motive a los ciudadanos. Los partidos se ofrecen como ‘alternativa a’ mas no como ‘líderes de’.
La habitual confrontación PP-PSOE ha sido imitada de forma inmediata por los nuevos partidos, Ciudadanos y Podemos, cuyas escasas ideas iniciales han devenido en una enumeración de lemas tendentes a evitar el gobierno de otro, asumiendo el ‘modus operandi’ del bipartidismo. PSOE y Podemos elaboran un argumentario con el que evitar que gobierne la derecha, inventando ficticias polémicas como la memoria histórica, la defensa del republicanismo, el anticlericalismo, al animalismo, etc. Nadie en su sano juicio se opone a que se recuperen de las cunetas los cadáveres de españoles asesinados durante la Guerra Civil; lo que se rechaza es perder tiempo y recursos en preocuparse por los restos de Franco, y repartir dinero a discreción entre supuestos investigadores que escriben cualquier publicación sobre hechos, reales o no, ocurridos en cualquier pueblo de España.
Discutir hoy sobre si España debe ser una república o una monarquía es tan absurdo como la cara que se le queda a los izquierdistas cuando se les recuerda que la elección de un presidente republicano puede suponer que haya una bicefalia de derechas en la Presidencia de la República y del Gobierno.
¿Y qué decir de la fiebre animalista que le ha entrado a algunos a quienes lo único que le aterra de la fiesta de los toros es que se utilice la bandera de España? La defensa de las gallinas que se crían hacinadas en naves industriales o de las reses que se son engordadas casi artificialmente no se ha puesto de moda de momento.
De tanto referirse a estupideces, en esta campaña electoral, si de algo no se está hablando, es de política. Cual vulgares profesionales mediocres, los candidatos de todos los partidos, y más aún sus adláteres, dedican más tiempo a despreciar y denostar el trabajo de sus contrincantes que a prestigiar su proyecto y sus ideas. La motivación del electorado mediante la aportación de propuestas ilusionantes ha desaparecido, para dar paso a una peligrosa tensión generada a base de polémicas ficticias que amenaza con poner en peligro la estabilidad social. Los ataques que han sufrido los simpatizantes de Vox en el País Vasco pueden quedar minimizados por los episodios que se pueden llegar a producir cuando, en mayo, comience la campaña para las elecciones municipales, en las que miles de personas se juegan el sustento de su familia que les aportan desde los ayuntamientos. La inconsciencia de aquellos que azuzan el resurgimiento de las dos Españas empieza a ser realmente peligrosa.
Cierto es que en la derecha la pérdida de consistencia no adquiere los mismos tintes radicales que en la izquierda, pero no por ello deja de provocar desazón en unos votantes carentes de referentes políticos a los que seguir con interés e ilusión. Reducir el proyecto a un elemental eslogan de ‘vótame a mí para que no gobierne el otro’ es la más denigrante degradación de la actividad política, de la que no se están abstrayendo los tres partidos derechistas, asidos a la fórmula andaluza como única opción de echar a Pedro Sánchez de La Moncloa, aunque no sepamos muy bien para hacer qué.
Ante esta depravación de la vocación de servicio público que debiera caracterizar a los actores políticos, la única opción que nos queda como ciudadanos es abstenernos de votar. La habitual costumbre de nuestros políticos de generarnos problemas a los ciudadanos no debe encontrar acomodo en una errónea conciencia social de asumir el voto como una obligación. Ni la política es religión ni votar es un mandamiento. Prestaré mi voto a aquel que se lo merezca y trabaje para conseguirlo; por lo que, si ninguno me genera la suficiente ilusión, me lo reservaré para la próxima. El próximo domingo, por tanto, que no me esperen en el colegio electoral.