No se trata de revoluciones ni de barricadas, bastaría sólo con una cierta articulación social que deje nítidamente claro a quienes tienen actividad política que el objetivo de sus quehaceres debe ser el bien común y no garantizarse su sueldo. Si algo está poniendo de manifiesto el proceso electoral que se nos viene encima en estos próximos dos meses es que la actividad de los partidos políticos se circunscribe únicamente a la consecución de mayores parcelas de poder desde las que garantizar el sustento de sus miembros, sin que de esta premisa pueda desmarcarse ninguna de las cinco formaciones nacionales con opciones de conseguir representación en el Congreso de los Diputados.
Con los dedos de una mano se pueden contar los integrantes de las listas electorales de los ‘cinco grandes’ -incluido el recién llegado Vox- que participan en la contienda electoral con el propósito de beneficiar a la sociedad a la que pertenecen mediante la aplicación de un ideario político confeccionado para la búsqueda del bien común. Los aparatos de los partidos han pasado de lamentarse por la “desafección” de la política que sienten los ciudadanos a, directamente, desentenderse de la sociedad a la que dicen servir, y de la que sólo esperan que ‘borreguilmente’ -con perdón por el vocablo- les otorgue su voto, aunque sólo sea para que no gane otro las elecciones. No hay en el panorama política español dirigente, idea, o pronunciamiento, que tenga como propósito generar ilusión en la sociedad; antes al contrario, han convertido la acción política en una reacción a la contra con el propósito de impedir que sean otros los que manden o gobiernen, incluso sin importarles cuál es la alternativa que se propone. La destrucción por encima de la construcción de una sociedad mejor.
La identidad nacional se utiliza en la confrontación política sin importar las consecuencias de la ruptura de la unidad de España; la educación es objeto de eternas disputas sin calibrar la repercusión que está teniendo en las generaciones de ‘ninis’ que está acumulando nuestro país; el sistema sanitario es objeto de cambalache político a pesar de que su fragmentación está provocando un déficit presupuestario y un deterioro brutales; la inmigración es utilizada para la captación de votos sin tener en cuenta la desestabilización social que su descontrol puede provocar; aquí se entierra la concordia nacional que supuso la Transición, como están poniendo de manifiesto sus protagonistas tanto de izquierdas como de derechas, con el propósito de soliviantar a los electores aún a riesgo de elevar las tensiones sociales.
El bienestar ciudadano, pues, es relegado por el beneficio partidista. Pura basura.
Claro que nada mucho mejor se puede esperar de una clase política compuesta en su mayor parte por ‘neolicenciados’ con currículums engordados con másters falsos que buscan en la política su sustento personal. La polémica generada en torno a los másters y tesis doctorales de algunos líderes no ha sido más que la punta de un iceberg, cuya parte oculta esconde la habitual práctica de nuestra clase política, cuyos perfiles coinciden en mostrarnos a un licenciado, generalmente en Derecho o en Ciencias Económicas, cuyo ingreso en la actividad política se produce en las juventudes del partido que lo sitúan como parte de la cuota juvenil en alguna concejalía municipal, desde la cual ascenderá a otros puestos apoyado por algún protector al cual reemplazará cuando éste caiga en desgracia por alguno de los avatares de la vida. Mas dicho ascenso no es posible con un currículum cuyo apartado de formación académica carezca de varios cursos de postgrado, los cuales habrán de ser conseguidos por el procedimiento que sea. De hecho, en Andalucía, muchos de ellos fueron concedidos mediante financiación con cargo a las mismas partidas presupuestarias que dieron origen al escándalo de los EREs, como ha sentenciado recientemente el Tribunal Supremo. Más basura.
Éste es el perfil de la clase dirigente que hoy tiene España y ésos son los objetivos que inspiran su actividad cotidiana. Con este panorama, pues, acudiremos los españoles a las urnas en estos meses de abril y mayo, aunque cada vez lo hagamos en menor medida puesto que progresivamente nos vamos negando a votar al mal menor o hacerlo con la nariz tapada por el hedor que desprenden las papeletas apiladas en los colegios electorales. Para que no gobierne la derecha, nos instan el PSOE y Podemos a votarles aunque ello suponga dar poder a los independentistas catalanes que se consideran superiores al resto de españoles y a los vascos cómplices de los asesinos etarras. Y aún en el caso de Podemos, a llevar a España por la senda de la depauperación económica por la que transitan países como Venezuela, guiados por un hipócrita mesía con coleta que arremete contra los poderosos desde su casoplón de un millón de euros.
Enfrente, y para que esta izquierda destructiva no continúe en el Gobierno, buscan nuestro voto PP, Ciudadanos y Vox. Votar al PP supone amparar su abultadísima corrupción; optar por Albert Rivera y los suyos es sostener un chiringuito de interés personalista cuyo recorrido probablemente no trascienda más allá del fulgor de su líder todopoderoso; y en cuanto a Vox, no parece que lo más recomendable hoy para nuestro país sea elevar la tensión social con ocurrencias disparatadas sin calibrar sus consecuencias, por mucho que se pueda coincidir con el diagnóstico de determinados problemas que tiene nuestro país.
Ante esta desesperanzadora situación, aparece la tentación, alimentada por PSOE y PP, de retornar al bipartidismo bajo el ilusorio recuerdo de considerarlo un formato que garantizaba una cierta estabilidad, por cuanto no hay más alternancia que entre dos grandes formaciones. Por ello conviene no pervertir el análisis y descartar cualquier tergiversación que pretenda diluir la convicción de que el causante de estos lodos ha sido precisamente el polvo del bipartidismo. El origen de la basura política de hoy está indudablemente en los desmanes del bipartidismo de ayer; de la misma manera que debemos afirmar taxativamente que la solución de futuro no puede ser otra que la presión social para que se proceda a la limpieza del vertedero en el que hoy se ha convertido la política española.
Ninguna de las personas que están dentro de tan enorme cubo de basura tiene intención de limpiarlo, descendiendo su interés por hacerlo conforme se asciende en el escalafón de los aparatos de los partidos. Asimismo, y a base de sumar desengaños y descontentos durante décadas, los ciudadanos hemos dejado de confiar en ninguno de ellos para que proceda desde dentro de la política a una regeneración que se ha hecho ya ineludible. No habrá, pues, limpieza ni regeneración política sin presión social. Los protagonistas políticos jamás limpiarán si no son forzados, y obligados, por los ciudadanos. No se trata de revoluciones ni barricadas; pero sí de articulación de la sociedad civil.