Estúpidos

Después de décadas en las que la dinámica europea se ha caracterizado por la unión de energías para construir una mejor realidad y disfrutar de mayores cotas de bienestar, en la actualidad se está imponiendo una estúpida tendencia disgregadora que desde el ámbito político está contagiando también al social, poniendo de manifiesto una ausencia total de racionalidad en sus promotores y provocando un hartazgo extraordinario en los espectadores.

Desde que, a finales de 2011, el entonces presidente autonómico de Cataluña Artur Mas amenazara a Mariano Rajoy con la convocatoria de un referéndum, el problema generado por los nacionalistas xenófobos catalanes ha sido el eje en torno al cual gira la actividad política española, sin que haya sido posible mermar su afán disgregador pese al enorme deterioro que está causando en la economía y en la vida social de esta Comunidad Autónoma integrada en el Reino de España. En términos políticos, la tensión independentista impulsada por Mas ha tenido un coste tan evidente que incluso ha llevado a la desaparición de dos partidos otrora hegemónicos como Convergencia i Unió, además de provocar un trasiego de presidentes autonómicos de designaciones cada vez más conflictivas y una división de su Parlamento en hasta siete grupos distintos.

En términos económicos, Cataluña no sólo ha sufrido la fuga de miles de empresas, algunas de ellas emblemáticas, sino que también está sintiendo un detraimiento de su dinamismo que le ha llevado a perder el liderato económico nacional en beneficio de Madrid, ya que el crecimiento del PIB catalán se encuentra por debajo de la media española, algo desconocido hasta ahora. La repercusión social de todo esto se plasma en una confrontación cada vez menos larvada y más latente de los independentistas contra los partidarios de la españolidad de Cataluña, quienes están sufriendo un feroz acoso que paulatinamente va adquiriendo los mismos niveles de padecimiento que el provocado por el nacionalismo vasco en sus peores momentos de intensidad. Hasta tal punto se ha descontrolado y tensionado la dinámica social catalana que ha llegado incluso a provocar la aparición de un desconocido fenómeno de rechazo al turista que pone en serio riesgo la pujanza de uno de los motores económicos de la región. Y todo ello sin hablar del coste personal que está teniendo para los instigadores del ‘procés’ en cuanto a años de cárcel o de fuga de su país debido a sus responsabilidades penales.

Si tamaño cúmulo de insensateces no es percibido por los promotores del movimiento independentista sólo puede deberse a su falta de capacidad de raciocinio y a un exceso de odio visceral injustificado, el cual ha sido azuzado durante décadas en las escuelas merced a la interesada indiferencia del Estado español. La iracundia con la que se expresan los xenófobos independentistas al referirse a los andaluces o a los extremeños demuestra hasta qué punto anteponen sus sentimientos de odio a su bienestar personal y a sus intereses económicos.

El carácter supremacista de este fenómeno tiene dosis de similitud con la creencia de superioridad que mantienen en Gran Bretaña los partidarios del brexit, quienes aventan el fuego de la separación con Europa asentados en la premisa de que todos sus males, presentes, pasados y futuros, provienen del continente, sin tener en cuenta las consecuencias de dicho proceso, que a día de hoy está a punto de llevarse por delante a otro primer ministro. La irracionalidad sobre la que se asienta el anhelo de separación de algunos británicos quedó de manifiesto sólo horas después de la celebración del referéndum en 2016 cuando uno de sus principales instigadores, Nigel Farage, admitía sin rubor la falacia de algunos argumentos utilizados en la campaña del ‘sí’. Tres años después, los miles de británicos que compraron una vivienda en la costa española para pasar meses de asueto bajo el sol a un coste asumible para su poder adquisitivo han tenido que salir corriendo, pancarta en mano, con destino a Londres para reclamar la celebración de un segundo referéndum que enmiende la insensatez en la que andan inmersos unos políticos estúpidos que están protagonizando otro de los mayores ridículos de la historia reciente.

La misma sinrazón que equipara al brexit con el ‘procés’ es la que caracteriza a una incipiente tendencia emergida dentro de la actividad política española y más concretamente en el seno del PSOE. Las pugnas internas de poder están llevando a algunas voces, no poco cualificadas, a plantear una escisión de los socialistas andaluces, lo que podría derivar, por extensión del fenómeno, en una división del PSOE sureño del septentrional, lo que podría cobrar fuerza según como se den los resultados de las elecciones autonómicas del 26 de mayo. No se comprende en las federaciones socialistas -principalmente extremeños y andaluces- acostumbradas a controlar hegemónicamente el poder en sus territorios el sometimiento que deben profesar hacia dirigentes que, en ocasiones, les suponen un lastre electoral; ni mucho menos están dispuestos a respetar, sobre todo en Andalucía, la obediencia debida a un secretario general nacional cuyo liderazgo no reconocen. La tensión emocional ha llegado por lo tanto a tal punto que, en un nuevo ejemplo de inconsciencia colectiva, la única solución que encuentran es la destrucción, la ruptura.

No hay duda de que el nexo que une a los independentistas catalanes, a los británicos del brexit y a los socialistas andaluces anti-Ferraz es el sentimiento de odio hacia quien consideran su enemigo. Un odio tan visceral que nubla la razón, que promueve su intolerancia y que pone en evidencia su escasísimo espíritu democrático. Lo que estos tres colectivos tienen en común no es más que un profundo carácter autoritario: si no se hace lo que ellos quieren, arrasarán con todo y a pesar de todo.