cristianismo progresista

Es muy frecuente oír hablar de que en la Iglesia Católica hay conservadores y progresistas y que las diversas disputas que surgen de vez en cuando, entre teólogos, jerarquía, y seglares tienen un trasfondo “ideológico”. Son muchos los medios de información y creadores de opinión que hablan últimamente de que, los “católicos conservadores” están atacando al Papa Francisco (Jorge Mario Bergoglio) con la intención de desprestigiarlo, sembrar dudas sobre su trayectoria como Jefe de la Iglesia, e incluso, forzarlo a renunciar… también afirman los medios que, por el contrario hay otros católicos, los “católicos progresistas” que lo apoyan y defienden frente a esa supuesta campaña de acoso y derribo, frente a los complots que supuestamente están organizándose un día sí, y el otro también para perjudicar al Papa Francisco y de paso a la Iglesia Católica.

Llama poderosamente la atención que haya quienes recurran a semejante controversia, absolutamente absurda, cuando lo que en las últimas semanas y días, lo que marca la actualidad informativa no es una cuestión “ideológica”, sino los casos de pedofilia, pederastia, abusos a menores, y la actitud de encubrimiento del actual Papa y algunos de sus colaboradores.

Pero, pretender observar el asunto desde una perspectiva de confrontación ideológica es recurrir a la mendacidad; es absolutamente falso que existan un catolicismo progresista -o un cristianismo progresista- y otro no progresista, o conservador.

Es importante señalar que cuando alguien hace referencia a progresismo, es de suponer que se está hablando de quienes actúan, emprenden acciones para avanzar, para mejorar; y que por el contrario, los no progresistas son quienes tratan de impedir el progreso y se oponen a cualquier mejora social.

Es frecuente que los medios de información hablen de progresismo y conservadurismo dentro de la Iglesia Católica, cuando salen a colación asuntos como el derecho a la vida (desde el momento de la concepción hasta la muerte), la defensa de la institución familiar, el derecho de los padres a educar a sus hijos, de acuerdo con sus convicciones y creencias; también cuando se aborda la cuestión del “homonomio” y la homosexualidad, y cuando se habla de cuestiones de moral sexual en general… por supuesto, también se clasifica a los cristianos como conservadores o no conservadores, cuando el debate gira en torno a economía, regímenes políticos, conservación  del entorno, y el controvertido asunto del “calentamiento global”….

Los medios de información afirman que defender determinadas cuestiones es propio de gente conservadora, como si tal cosa fuera lo más malvado, lo más reprobable moralmente. Cuando se habla de cristianismo, en sus diversas formas (católicos, ortodoxos, protestantes…), se dice que aquellos que promueven la castidad y creen en la santidad del pacto matrimonial son “cristianos conservadores”. También se suele afirmar que los “cristianos progresistas”, por otro lado, tienen una visión más abierta de tales asuntos. Cuando se hacen tales reflexiones, solamente cabe llegar a la conclusión de que cuando un cristiano se ve ante un dilema, y está obligado a elegir, tiene la posibilidad de aplicar aquello de que “nada es verdad ni es mentira, depende del cristal con que se mira”. Pero esto no es posible si de verdad uno es cristiano. No son posibles diversas visiones o sensibilidades dentro del cristianismo. En cuestiones de moral solamente puede haber tonos negros o tonos blancos, no son posibles los tonos grises. “Negro o blanco”, en este contexto, significa “bueno o malo”.

Cuando un ser humano acaba sabiendo que una alternativa es buena y la otra, mala, ya no puede tener justificación de ninguna clase para elegir una mezcla. No puede haber justificación para elegir parte alguna de aquello que se sabe que es malo. En  moralidad, lo “negro” es, predominantemente, el resultado de intentar pretender que uno mismo es meramente “gris”.

Insistir en que “no hay tonos negros o tonos blancos, sólo hay tonos grises” es lo mismo que decir “no estoy dispuesto a ser totalmente bueno y, por favor, no me consideres totalmente malo”.

En relación con lo que vengo hablando, no es posible que haya una visión conservadora y otra “progresista” en las enseñanzas morales básicas del cristianismo. Solo son posibles la visión cristiana o la no cristiana, no caben ambas al mismo tiempo (Decía el sabio Aristóteles hace más de 2500 años, que no es posible que algo sea una cosa y la contraria al mismo tiempo, y que algo verdadero no puede ser contradictorio).

Una persona que acepta y defiende las verdades morales de la fe no es ni “conservadora” ni “progresista”, o es cristiana o no lo es… Una persona que rechaza el mensaje evangélico, la moral cristiana no es un “cristiano progresista”, sencillamente no es cristiano en absoluto.

No es el momento de analizar si el cristianismo tiene razón acerca de la homosexualidad o si su visión de la sexualidad humana en general es la más acertada, cada cual es libre de participar de los valores cristianos o no participar de ellos. La cuestión fundamental es que el cristianismo tiene  una visión muy concreta sobre tales asuntos, y, si alguien afirma que es cristiano, no puede estar en desacuerdo.

La Biblia claramente condena el acto homosexual repetidamente, incluso en 1 Corintios 6: 9-11, Romanos 1: 26-27, 1 Timoteo 1:10, y en todo el Antiguo Testamento, especialmente en Levítico y Génesis. Y Jesucristo es citado en dos relatos evangélicos que definen explícitamente el matrimonio. Él enseña que matrimonio es cuando un “hombre” y “su esposa” se unen y “se convierten en una sola carne”. Esa es la doctrina y no otra. No es una doctrina progresista o una doctrina conservadora. Es un dogma de fe y como tal, es un absoluto incuestionable.

Durante dos milenios, en los últimos 2000 años no ha habido ninguna “iglesia” que se haga llamar cristiana que haya afirmado lo contrario, nunca ha habido ningún teólogo o pensador cristiano que afirmara haber encontrado ninguna interpretación “progresista” de los evangelios. Esto es sencillamente porque no es posible tal interpretación. O se acepta la visión bíblica sobre cuestiones de moral en general y moral sexual en particular, o prescindimos de la Biblia y del cristianismo. No hay ninguna opción gris; o blanca o negra.

Si alguien afirma que es cristiano y posee una visión “progresista” del matrimonio y de la sexualidad, entonces estamos hablando de que se dan circunstancias como las siguientes:

1) No cree que la Biblia es una fuente en la que confiar como referente de verdad moral.

2) No cree lo que afirma el Evangelio acerca de las propias palabras de Cristo.

3) No cree que Jesús fue un hombre de su tiempo que carecía de una comprensión completa del matrimonio y la sexualidad.

Si usted se identifica con alguna de esas opiniones, está usted de enhorabuena, es mucha la gente que está de acuerdo con usted. De hecho, usted tiene la misma opinión de las Sagradas Escrituras, de la doctrina cristiana y de Jesucristo que todos los no cristianos.

La mala noticia es que ninguna de esas opiniones es ni remotamente compatible con el cristianismo. No puedes retener tu fe cristiana mientras cuestionas la divinidad de Cristo y la legitimidad de los Evangelios.

No es posible ningún cuestionamiento –y menos relativizar- acerca de las enseñanzas morales fundamentales de la fe católica en particular y cristiana en general. O se aceptan o no se aceptan. Y quien no las acepta no puede afirmar que es cristiano.

Llegados a este punto, habrá más de uno que esté pensando, e incluso se atreva a preguntar: ¿No pretenderá usted pensar en términos de negro o blanco,… verdad?”

La mayoría de la gente, llevada por la confusión, la impotencia y el miedo que produce toda cuestión que guarde relación con cuestiones de moral, se apresura a responder, con cierto sentimiento de culpa:

“No, claro que no”, sin tener una idea clara de lo que hay de fondo en la acusación. Casi nadie se detiene  a tratar de comprender que lo que en realidad se le está diciendo es:

“¿No será usted tan injusto como para discriminar entre el bien y el mal, verdad?”, o más todavía: “¿No será usted tan malvado como para dedicarse a buscar la verdad?, ¿no?”, o: “¿No será usted tan inmoral como para creer en la moral?, ¿verdad?”.

Los motivos de esa frase hecha son tan obvios —culpabilidad moral, miedo al juicio moral y una apelación para obtener un perdón total— que un solo vistazo a la realidad sería suficiente para demostrarles cuán desagradable es la confesión que están haciendo. Pero la evasión de la realidad es tanto la condición previa como la meta del, culto al relativismo moral, que generalmente suelen llamar “progresismo”.

Esta forma de creencia y de pensamiento es una negación de la moralidad, pero psicológicamente no es ésa la meta de quienes se adhieren a él. Lo que buscan no es la amoralidad, sino algo más profundamente irracional: una moralidad no absoluta, fluida, elástica, “a mitad de camino”, ni chicha ni limonada.

Los partidarios de este esquema de pensamiento y de acción no proclaman que están “más allá del bien y del mal”; lo que tratan de preservar son las “ventajas” de ambos. No desafían a la moral ni representan una extravagante versión medieval de culto satánico, de seguidores del mal.

Lo que les da un sabor peculiarmente moderno, progresista, es que no abogan por vender su alma al diablo; quieren venderla al menudeo (venta al detal, al por menor), poco a poco, a cualquier especulador que esté dispuesto a comprarla.

No constituyen una corriente de pensamiento; son un típico producto de la falta de una filosofía, de valores, de principios morales, son resultado de la bancarrota intelectual que se ha producido por un vacío moral previo, en todos o casi todos los ámbitos de la vida.

El culto a la moral gris, relativista, disfrazada de “progreso” es una moralidad acomodaticia que hace posible ese juego de renunciar, transigir, no existir; y los humanos se aferran ahora a ella en un desesperado intento por justificarlas. El aspecto dominante de esta posición no es una búsqueda de lo “blanco” sino el terror obsesivo a ser catalogado como “negro”.

Obsérvese que esta clase de “ética” propone una moralidad que implique consentir totalmente, o en parte, lo que repugna, soportar o permitir una cosa contraria a los propios principios, como criterio de valor y que, en consecuencia, haga posible medir la virtud por la cantidad de valores que uno esté dispuesto a traicionar.

Las consecuencias y los “intereses creados” como resultado de aplicar esa perspectiva pueden observarse por todas partes, a nuestro alrededor.

Por ejemplo, en política, los vocablos extremismo y radicalismo  se han convertido en sinónimos de “maldad”, sin tener en cuenta el contenido de la cuestión (según esta perversa doctrina la maldad no reside en qué se defiende en forma “extremista”, o “radical” sino en el hecho de ser “extremista” o “radical”, es decir, coherente).

Otra muestra de esta peculiar forma de moralidad es la figura del “antihéroe” en la Literatura, que se caracteriza por no tener nada que lo defina, ni virtudes, ni valores, ni metas, ni carácter, ni entidad, y que sin embargo, ocupa, en obras teatrales, películas, series de televisión y novelas, la posición que antes ocupaba el héroe, con un argumento centrado en sus acciones, aun cuando él no haga ni llegue a nada.

Nótese que la expresión “los buenos y los malos” se usa en forma despectiva y, sobre todo en la televisión; predomina la rebelión contra los “finales felices”, la demanda de que a los “malos” se les den las mismas oportunidades y se les adjudique la misma cantidad de victorias.

Podrá haber hombres “grises” –que haberlos haylos- pero no puede haber principios morales “grises”. La Moral (sí, con mayúsculas) debe ser un código de negro y blanco. Y cuando alguien intenta tolerar o admitir una cosa que va contra los propios principios, a fin de lograr el tan manoseado y cacareado “consenso” y ser “políticamente correcto”, es obvio cuál de las partes inevitablemente acabará perdiendo y cuál, también de forma inevitable, ganará.

Tales son las razones por las cuales cuando a uno le preguntan:

“¿No estará usted pensando en términos de negro o blanco, verdad?”, la respuesta correcta debería ser sin duda alguna:

“¡Por supuesto, puede estar usted plenamente seguro de que estoy pensando precisamente en esos términos, pues, yo soy una persona coherente! ¿Usted no?

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