Las campanas de la iglesia tocaban a fiesta, su repiqueteo y redoble eran alegres y ensordecedores, cada vez que el badajo daba en el bronce de las campanas de la Iglesia de San Lorenzo eran profusamente más rápidos y su atronador y sonoro ruido llegaba a los límites de mi barrio.La primavera estaba en la mitad de su cénit. Aquel año en Córdoba, el verano se adelantó mucho antes que de costumbre. Aquella mañana, mi madre me despertó muy temprano. Esa noche no pude dormir, como no me despabilaba tuvo que zarandear la cama varias veces. Algunos minutos se deslizaron antes de que mi carita, una vez despierto, mis ojos, aquellos ojos que, aún estaban medio dormidos, los abrí de para en par. Lo primero que vieron fue mi traje de comunión en un don juan que tenía mi padre. Una chaquetilla de almirante, cerrada al cuello por botones dorados y en su trasversal unos pantalones del mismo color beige claro, unos zapatos blancos en su tapa de abajo con calcetines del mismo color. El libro con un buen volumen de estampitas y el rosario,donde en el reverso se podía leer: Quisiera tener palabras para expresarte Señor, con la fe que te venera mi sencillo corazón, protege Jesús mi alma, después de mi comunión.
El patio estaba lleno de flores, como siempre, pero cuando mis pasos empezaron a deslizarse por él, las veía aún más bonitas que de costumbre. Los geranios, gitanillas, rosas y claveles, adornaban y embellecían las paredes de mi patio, en donde había también macetones con grandes pilistras y unos bonitos arriates con rosas blancas e inmaculadas. Y para darle olor dos hermosos jazmines.
Como si fuese una boda, por aquella calle Escañuela, empezaron a salir las vecinas, para ver a Pepín—así era como me llamaban—asomándose en las puertas y balcones, como si fuese una boda y como la Iglesia estaba a dos pasos, detrás mía iban mis padres, aún me acuerdo—cuando garabateo este acontecimiento—que mi madre con su pañuelo blanco e inmaculado como en aquellos momentos iba mi alma, se frotaba de vez en cuando sus ojos. No quiero olvidar mis cuatro abuelos y mis tías, mis catorce primos y la señora modista que me elaboró el traje de mi primera comunión. En la puerta de la Iglesia de San Lorenzo, estaba la seño doña Asunción, mi maestra y catequista. Yo fui el último en llegar, mis compañeros, tanto niños como niñas estaban en fila de dos, así es que, inmediatamente nos adentramos en la iglesia. Por cierto, las niñas de dos en dos delante y los niños detrás. Y yo, por llegar tarde, el último.
No había andado en mi vida más que aquel día. Cuando terminó el desayuno, era costumbre por aquellos años llevar a los domicilios a los niños y niñas, por un lado para darles la estampita y que vieran lo guapos y guapas que íbamos a los familiares y amigos que no fueron invitados. En aquel momento estaba yo delante de mi tía Gertrudis, mi madre me dijo: ¡Pepín! Dale a la tita una estampita. Esta me dio unas pesetas, me sentí—lo recuerdo y me viene a la memoria cuando veo por la calle a niños vestidos de primera comunión—molesto. Lo eché a una pequeña bolsa que ya me la había dado mi querida madre. Me ahorro en decir como llegué a mi casa al anochecer de aquel día. A los pocos días me dice mi madre: ¡Pepín!, mañana es el día de María Auxiliadora, sale en procesión de los salesianos, el colegio que estudiarás en septiembre.
Aquel día por la mañana visitamos a otras amigas de mi madre y familiares más lejanos, quiero decir con esto que las estampitas se me terminaron y las pesetas iban derechas a la bolsa. Si soy fiel a mí mismo, el día de mi primera comunión, con este día de los salesianos y el que le siguió con el Corpus, llevaba tres días haciendo la comunión. Esa decir, saliendo detrás del paso. Mi madre hizo confeccionar más estampitas. Ahí no queda la cosa. Íbamos en muchas ocasiones a las mismas viviendas que anteriormente habíamos visitado.
Después de salir vestido de primera comunión en los salesianos, en el Corpus, me vistieron también para salir en la procesión de Nuestra Señora del Tránsito—conocida por la Virgen de Acá—en la iglesia de San Basilio. Pues…mi madre antes de la procesión me llevó a visitar a una tía suya que vivía en la calle Enmedio. Salimos de allí, no sin antes darle la aludida estampa, de las cuales aún me quedaban algunas. Al salir de la casa de su tía, nos vio una señora que yo la reconocí enseguida. Mi madre el verla me dijo: Hijo, dale una estampita. Aquella mujer me dijo mirándome a la cara. No me la des, me la diste hace unos días.
Debo recordar que aún hice más comuniones. Al año siguiente unos días antes mi madre me estaba insinuado que iba a salir en la procesión de María Auxiliadora una vez más. Aunque mi desarrollo fue lento; argumento que, seguramente se aferró mi querida madre para vestirme un año más. Como todo llega en este mundo me llegó el mío. Empezaba a crecer; hubo un contratiempo, bueno para mí y un revés para mi madre. Se podría decir que yo no crecía pero mi sesera siempre ha estado más avanzada, así es que, ya empezaba a vislumbrarse en mi persona una mentalidad que yo poco a poco veía venir, cosa que antes me conformaba con todo. Mi madre era muy hacendosa, su laboriosidad era tan peculiar que unos días antes de aquella me encasquetó los pantalones del traje de comunión, mira por donde yo ya presumía que no iría de acompañamiento en aquel desfile procesional. El dichoso pantalón me estaba bastante corto, ya lo he dicho antes, mi madre era muy habilidosa, me bajó los bajos del pantalón que por cierto tenía vueltas para más años, ahora creo que le diría a la sastra, Doña Gertrudis, échele usted más tela a los bajos de los pantalones previniendo esta locura. Me compró otros zapatos. En el prólogo digo que todo cuanto relato será la verdad, pues ahí la tenéis, con mis zapatos nuevos, la chaquetita que aún me estaba bien y los aparejos mi madre me volvió a vestirme, pero…. Por el tiempo pasado, aquellos bajos echados que mi madre descosió, estaban descolorido por el tiempo pasado, los bajos eran de un color más oscuro que el resto del pantalón, se le notaba mucho, incluso desde lejos.
No sé dónde mi madre conocía a tanta gente, ni tampoco cuántas encargó de aquellas estampitas que no se terminaban nunca.
¡Mañana vamos a una procesión que sale de San Lorenzo!, me dijo mi madre. El día siguiente era domingo, a las seis de la mañana, el tiempo era gélido, con un frío que helaba y a esas horas aún más. Aquella procesión era el Rosario de la Aurora, así le llamaban. Solían venir misioneros de tierras africanas sermoneando a los fieles buscando almas para la fe de Cristo. A pesar de todo aquella manifestación de fe me gustaba, donde se cantaban estrofas muy bonitas y alegres.
Gracias a Dios que un primo mío, tres años más pequeño que yo, le cedió mi madre aquel traje con el realicé 6 primeras comuniones. Sé que los tiempos cambian y bien que han cambiado, pero siento nostalgia de aquellas comuniones. A pesar de todo yo me quedé con una estampita de aquellas célebres del día de mi primera comunión, la veo casi todos los días y leo la frase que aludía al principio: Quisiera tener palabras…