“Costalero
Es ser el viril de Dios;
es andar juntos los dos
por el mismo derrotero,
yo abajo, y arriba El
porque no rompa su piel
en las piedras del sendero” (*)
La Semana Santa vuelve a estar con nosotros. Una vez más Córdoba, como todas las ciudades y pueblos de España se viste de pasión, amor y religiosidad. La saeta vuelve a romper como un quejío de lamento en el silencio de la noche. Un rosario de plegarias envuelve el aroma del incienso y el azahar de los naranjos en flor. No sé por qué, en estos días de la Semana Santa, se nota aún más la amargura en el rostro de la Madre que vuelve a ver morir a su hijo. Un hijo que, siendo Dios, quiso morir en una cruz para la redención del mundo.
No sé por qué estos días para mí, traen una tristeza inenarrable, me traen una amargura que se adoquina en mi rostro y cuando ha pasado esta semana, se cascarillea y poco a poco va cayendo, dejando en ella la huella del dolor, del arrepentimiento, de la impotencia de querer hacer y no poder, de querer manifestarme, y es, en ese instante cuando un silencio sepulcral, el silencio del Gólgota que baja con una luz sin determinar, imprecisa; una luz que presagia dolor, sufrimiento y una flojedad inenarrable.
Miles y miles de niños, millones de criaturas son estos días los costaleros. Estos críos llevan al Cristo debajo del palio. Llevan el paso del Cristo amarrado a la Columna. Ellos también se sienten amarrados; atados a su pobreza, a su martirio, a su soledad. Otros llevan bajo sus espaldas al Cristo de la Cruz a Cuestas que aunque siendo niños ya llevan sobre sus hombros: el trabajo cotidiano y repetido de cada día esperando que, el que está arriba, les alivie de ese dolor, de ese martirio. Estos niños están esperando a su Cirineo. También hay otros que llevan al Cristo Crucificado, estos niños también están martirizados con los brazos extendidos, suplicando, implorando, quizás pidiendo algo para poder dejar de extender sus blancas y pequeñas manos. Manos inocentes, ensangrentadas y amoratadas por esa pena de pedir, de suplicar, de no recibir nada. Hay otros que quieren sentarse en una mesa, estos quieren representar la Santa Cena. Se han cansado de estar abajo. Quieren estar en lo alto del palio. Quieren ser los protagonistas, quieren estar en la peana de su bienestar, encima del Palio.
¿De qué quieren ser protagonistas? ¡Si su mejor amigo es la pobreza! ¿Santa Cena? Cómo y de cuando, si echan una mirada alrededor y no encuentran siquiera las migajas. Solamente ven el reflejo de estos días esplendorosos, suntuosos, donde cada cofradía rivaliza con la otra. Donde un hermano mayor regala un altar y un mantón a la Virgen queriendo así expurgar sus pecados. Donde una camarera mayor, sin regateos de clase alguna y esperadamente ha confeccionado, eso si—rezando el rosario—un palio, donde mecerse la Virgen el día del Jueves Santo, y desde su balcón acompañada del saetero de turno, les dice a sus acompañantes de esa noche: ¡mirad, mirad que bien queda el bordado y ese entredós con hilos de oro, mirad ahí en el centro del palio.
¿No veis la insignia de la cofradía con los siete puñales entrelazados? Puñales que llevan esos niños que están hartos de estar debajo de ese dosel y de varales bañados en plata. Cómo cristiano algunas veces me pregunto: ¿hasta cuando permitiremos que esos niños de Dios quieren representar la Santa Cena, o mejor dicho ¿será la Semana Santa del próximo año igual que esta?
“Costalero
es de mi carne y mi mano
hacerle a Dios un sendero”(*) (Ramón Cué-S.J)
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