Desde que me jubilé a finales de 2013, cuando contaba setenta y ocho años de edad, tomé una decisión que creo que fue acertada. Simple y llanamente quise apartarme con carácter definitivo de todo aquello que fue durante cincuenta y siete años mi contante y permanente preocupación profesional.
Es decir, del mundo empresarial, como ejecutivo durante veinticuatro años y, como asesor fiscal, mercantil y auditor de cuentas, durante treinta tres años más. Como mi mente tenía un buen entrenamiento, me pedía alguna actividad para tapar el vacío que dejaron tantos años de abundante ocupación. Fue entonces cuando me decidí a hacer cotidiano lo que antes era esporádico, es decir, a escribir sobre actualidad desde mi modesta atalaya. Y he descubierto en esa grata cotidianidad, el sosiego que merece un anciano.
Ello, además, me lleva a usar mi libertad tratando de ajustarme a mi particular óptica, sin tener que pagar ningún peaje. Y, desde esa óptica, he descubierto que muchos catalanes, por desgracia, siguen erre que erre, manifestando, a poco que le dejan los jueces, que tienen una idea fija: la independencia.
Pero, como cada problema tiene su antídoto, también he descubierto que para esas fechorías hay una medicina poderosísima (inédita hasta ahora) derivada de la aplicación del artículo 155 de nuestra Constitución, a la que mi fantasía me ha llevado a asignarle nombre: cientocincuentaycina. Creo que habrá que tenerla muy en cuenta -y muy a mano- para el futuro.
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