style=”display: block; text-align: center;” data-ad-slot=”4810014146″>Los sucesos cotidianos pasan a velocidad de vértigo y no nos da tiempo a digerirlos, que ya son viejos. Los de dentro y los de fuera.
Antes no pasaba así. Un acontecimiento permanecía en el tiempo y duraba años alimentando el día a día (Comidilla le llamábamos). Se podía releer, estudiar a fondo.
Porque la bandera es la única que enarbola la realidad en este mar de confusiones; la puerta entreabierta como en esas Iglesias de pueblos españoles, en las que entramos solo para verlas por dentro y de paso descansar sentados en un banco, al abrigo de los muros respirando nuestra propia alma. Ya es más importante ponerse a cubierto (como los vecinos de Aldea Nova en Galicia) que echarse en oración, porque no tenemos fe en nada.
Hoy volvemos bastantes que no hemos podido estirar más la bolsa de los dineros, a pedir a Cofidis que a lo mejor resulta menos usurero que un banco. Como los que vinieron de otro continente más viejo que el nuestro, o más cansado, a pedir a los semáforos disfrazados de Papá Noél o de gitana, según la temporada, en un terrible y desarraigado anacronismo.
En algunos sitios lleno hasta la bandera, algarabía familiar de naturales y foráneos en común armonía multicultural y multilingüe. Y los ayuntamientos, pendientes de vigilar y quitar las subvenciones a cualquier vejación sobre el reino animal (¿Racional o irracional?).
El presente promete un futuro cargado de deberes en donde el conocimiento y la inteligencia serán los únicos faros que nos iluminarán el camino sobre las ruedas de la dignidad y el respeto. Desde luego, me voy a poner a leer, aunque me cueste.