Gabriel Muñoz.- Con gran satisfacción veo que, cada vez con más interés, se está procurando que, en determinadas situaciones, como abandonos, accidentes y otras circunstancias desgraciadas que sufren los animales en general y las mascotas en particular, se anteponga la posibilidad de la adopción a la del sacrificio.
Es digno de alabanza que las sociedades protectoras de animales se esfuercen cada vez más en poner en práctica estas medidas tendentes a buscar el bienestar de estas criaturas de Dios, demostrando con ello una gran sensibilidad y altura de miras. Es obvio que, al ser el reino animal, junto al reino vegetal, parte fundamental de la alimentación de la humanidad, es preciso servirse del sacrificio de los animales para poder alimentar a los casi ocho mil millones de seres humanos que habitamos este planeta. Y es muy loable que ese sacrificio obligado se realice con la mayor delicadeza y respeto para salvaguardar los derechos de los animales.
Pero al tiempo que alabo estas encomiables conductas, tengo que expresar, con dolorosa repulsa, otras despreciables actuaciones, que muchos defienden y practican con harta frecuencia. Me refiero a los abortos. Verdaderos crímenes a los que se les aplica el eufemismo de “interrupción voluntaria del embarazo” para “suavizar” su triste realidad. Parece increíble que, a estas alturas de la historia, se fomenten estas prácticas criminales, cada día con más frialdad y general consentimiento. Y que el corazón de los hombres se vaya endureciendo hasta el punto de no saber discernir entre el bien y el mal. ¿Es que se está produciendo una ceguera colectiva? Si es así, ¡¡Pobre humanidad!!