LOS ESTADOS MINAN CADA VEZ MÁS LA AUTORIDAD Y DERECHOS DE LAS FAMILIAS
Ayer murió el pequeño Charlie Gard, unos días antes de cumplir su primer año de vida. Ha muerto porque le negaron la oportunidad de probar un tratamiento que le podría haber curado.
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Un proceso judicial que ha resultado letal para Charlie
La mejor reflexión que he leído sobre este caso la hacía Daniel Rodríguez Herrera el pasado miércoles en un excelente artículo publicado por Libertad Digital. Como señalaba el autor, Charlie fue diagnosticado en octubre, “y al mes siguiente sus padres supieron de la existencia de un tratamiento experimental; en enero el médico responsable del mismo se mostró dispuesto a tratar a Charlie. Pero hubo que esperar a finales de julio para que pudiera examinar por primera vez al bebé“. Para entonces ya era demasiado tarde para conseguir salvarle la vida. Todo ello a causa de un frío e insensible proceso judicial que se prolongó durante meses, convirtiendo al hospital en una cárcel para Charlie, de la que ni siquiera le dejaron salir para ir a morir a su hogar.
Lo que pasa cuando funcionarios mandan más que tú sobre tus hijos
¿Por qué este retraso? ¿Quién podía tener interés alguno en negarle a este niño la posibilidad siquiera de probar un tratamiento que podría haberle salvado? Daniel lo explica con mucho acierto: “sus padres se dieron cuenta de hasta dónde está dispuesto a llegar el Poder para mantener su control.No el poder económico, esa fábula que la extrema izquierda y la extrema derecha utilizan como espantajo para justificar el crecimiento incontrolado del poder real, el que tiene la capacidad de coaccionarnos e impedirnos incluso intentar salvar a los más indefensos“. Ese poder no es otro que el del Estado: “todas las instancias del Estado benefactor, desde la sanidad pública hasta la Justicia, han estado de acuerdo en declarar que la opinión de unos funcionarios a quienes la muerte de Charlie no quitará ni un minuto de sueño debe prevalecer sobre la de unos padres que no la olvidarán nunca“.
Nos arrebatan el derecho a vivir ya desde el vientre materno
La muerte de Charlie Gard demuestra hasta qué punto nuestra sociedad se ha equivocado al dar un poder excesivo a los Estados, incluso para redefinir instituciones sociales como el matrimonio y la familia y derechos tan elementales como el derecho a vivir. Un poder que ya abarca desde la concepción -los políticos permiten que nos maten antes de nacer- hasta la vejez, abriendo las puertas a una eutanasia que, allí donde se ha legalizado, como en el caso de Holanda, ha dado lugar a la eliminación de cientos de pacientes sin su consentimiento. Y eso pasando por el infanticidio, algo que se está haciendo peligrosamente frecuente en países que se dicen civilizados (a modo de ejemplo, se estima que ya sólo en EEUU se perpetran unos 40.000 infanticidios anuales contra recién nacidos que sobreviven a un aborto).
La coincidencia de dos nocivos discursos contraculturales
Esa forma de pensar en la que todo parece resolverse matando -”cultura de la muerte”, la definió San Juan Pablo II- no estaría hoy tan extendida si no fuese por su coincidencia con otro de los frentes promovidos desde nocivos discursos contraculturales: la disolución de la familia. La familia es la base misma de la sociedad y es el ámbito en el que ven a luz las nuevas vidas. Una familia sólida y estable, basada en el matrimonio, es una de las virtudes fundantes de una sociedad libre y próspera, como bien ha señalado Francisco José Contreras, pero es además la mejor barrera de protección social contra las políticas que pretenden promover esa “cultura de la muerte”. No es casualidad que las políticas de los Estados asistencialistas de Occidente vayan dirigidas a ofrecer todo tipo de facilidades para romper la unidad de las familias (divorcio fácil y rápido, el entorno legal idóneo para que se multipliquen las denuncias falsas entre los cónyuges, la promoción de la ideología de género de espaldas a los padres para minar su autoridad, etc.) y al mismo tiempo proporcionar cada vez más facilidades para deshacerse de los hijos por nacer… y ahora también de los ya nacidos, en caso de que padezcan alguna enfermedad rara, como le ocurrió a Charlie.
El origen de esta peligrosa deriva ideológica antifamilia
Algunos podrán pensar que esta reflexión es exagerada y hasta paranoica. Me remito a los hechos. Hace dos años ya expliqué aquí que una de las formuladoras de la ideología de género, la marxista Shulamith Firestone, defendía una revolución que “arranque de cuajo la organización social básica -la familia biológica”, a la que tachaba de “germen parasitario de la explotación”. También debo recordar que el primer país del mundo que legalizó el asesinato de hijos por nacer fue la Unión Soviética, el 19 de noviembre de 1920, a iniciativa de la feminista radical Alexandra Kollontai. Ese mismo régimen comunista se había propuesto destruir la familia, mediante un método de sustitución en el que los padres ocuparían inicialmente el papel de meros criadores para el Estado: “el Estado obrero vendrá a reemplazar a la familia, la sociedad gradualmente asumirá todas las tareas que antes de la revolución caían sobre los padres individuales”, escribió por Kollontai en “Comunismo y familia” (1920). Para alcanzar esa meta, Kollontai recomendó destruir la maternidad: “La madre-trabajadora debe aprender a no diferenciar entre los tuyos y míos; debe recordar que sólo hay nuestros niños, los niños de la Rusia de los trabajadores comunistas”. Por supuesto, el experimento antifamilia soviético fue un fracaso. Destruir la familia como célula básica de sociedad es imposible, pero el mero hecho de intentarlo siempre provoca graves perjuicios a toda la sociedad.
Ponen al poder político por encima de los derechos de las familias
Pero ¿qué interés podían tener los ideólogos comunistas en destruir la familia? Pues el mismo que los ideólogos del nacional-socialismo y los del progresismo actual: la conservación del poder al precio que sea. La familia es la principal educadora y una escuela de valores. Y como tal, es un sólido dique contra los proyectos de ingeniería social. Si un régimen político pretende imponer su ideología mediante el adoctrinamiento obligatorio de los niños en las escuelas se encontrará, primeramente, con el escollo de las familias. Por eso todos los sistemas políticos que han querido adoctrinar a la infancia han buscado, paralelamente, minar la autoridad de los padres, ya sea directa o indirectamente. En el caso del comunismo y del nazismo se trataba de un adoctrinamiento descarado en el que incluso se animaba a los niños a delatar a sus padres. En los países democráticos, este enfrentamiento familiar se fomenta con un adoctrinamiento escolar más disimulado pero no menos constante, basado en la idea de que los padres no saben lo que es mejor para sus hijos, trasladando la patria potestad a los políticos. En España ya tenemos una larga experiencia en esto: adoctrinamiento en el odio a España en colegios de varias comunidades autónomas, discriminación escolar del español en regiones bilingües -incluso llamando “maltratadores” a los padres que se oponen-, la mal llamada “educación para la ciudadanía”, etc. El último paso es la imposición de la ideología de género en los colegios, con carácter obligatorio.
Al final, familias de países democráticos se encuentran con situaciones muy parecidas a las de la URSS. El Estado reduce cada vez más la autoridad y los derechos de los padres, y atribuye esas facultades a los políticos. El caso de Charlie Gard nos muestra claramente hasta dónde está dispuesto a llegar el modelo de sociedad que promueven esas políticas antifamilia.