En el apunte anterior sobre “Los resortes del poder” ya nos paseamos por tres hechos importantes del Renacimiento en Florencia: el patronazgo de ciertas familias todopoderosas hacia los grandes genios del Renacimiento, la ruptura progresiva con el orden medieval y la influencia que habría de proyectar Maquiavelo al separar la moral de la política. Maquiavelo rompió con la visión Aristotélica recogida después por San Agustín del hombre que actúa guiado por fuerzas morales en cuestiones de Estado para alcanzar la plenitud en una ciudad perfecta. Fuera de esa utopía el hombre queda desnudo, tal como es, con su propia naturaleza como herramienta de supervivencia.

La genialidad de las propuestas de Maquiavelo al separar moral y política es lo que no estudiarían ni aplicarían jamás los padres de nuestra patria al planificar nuestra luctuosa transición y creer que los nacionalismo quedarían resueltos dejándoles un jugoso trozo del pastel: el pastel era España y el poder intacto de Franco a su muerte; que es lo que en realidad se repartieron. Jamás hubo deseos de democracia sino sólo de reparto de unos despojos de cuarenta años de dictadura y de una clase media bien establecida productora y consumidora de riqueza y bienestar que había ganado su lugar como productora y consumidora de riqueza y bienestar a base de sangre sudor y lágrimas: una generación que trabajó lo indecible para que sus hijos “no pasaran por lo mismo que habían sufrido ellos”.

La depredación, esquilmo y control absoluto por parte de esa advenediza casta política sin ninguna oposición no dejo rincón por hurgar: Cajas de Ahorro, bancos, medios de comunicación, empresas estatales que se privatizaron, etc. Los sindicatos se unieron al festín estando tan incrustados en el Estado como los partido políticos: al fin y al cabo seguíamos con un franquismo, pero peor.

Al no haber división de poderes ni representación alguna de la sociedad civil por ningún lado la impunidad garantizó una patente de corso a los políticos: incluso uno de los últimos presidentes llegó a decir que el dinero público no era de nadie… y les dio barra libre.

Llegó un nuevo presidente de quien esperábamos que pusiese coto a tanto sinvergüenza, pero en vez de ponérselo a la clase política y quitar el dislate insostenible de diecisiete gobiernos autonómicos (el reparto del pastel) le puso los recortes a la ya vapuleada clase media, con lo que su extinción como especie quedó garantizada.

El buen rollo con los nacionalistas dándoles unas competencias de gobierno como nunca habían conseguido solo incitó el hambre de la secesión: secesión para que unas cuantas familias privilegiadas puedan montar su cortijo particular con el maridaje ya del poder absoluto; ninguno de los líderes secesionistas ha hablado ni hablará nunca de separación de poderes y representación. Eso sí, prostituirán la palabra democracia hasta límites insospechados: es su forma de hacer.

Los padres de la patria debían haber leído “El Príncipe” de Maquiavelo para darse cuenta que un buen gobierno no puede basarse en “buenas intenciones” y buen royo con nadie: separar moral y política es la única solución; no fiarse de nadie y mucho menos fiarse de ningún poder: solo un poder puede oponerse a otro poder. De ahí que formar diecisiete gobiernos (nacionalistas incluidos) equivalen a diecisiete poderes; poderes completamente desbocados en el festín de la depredación de todo lo que se le pusiese al alcance: cualquier cosa era comestible. Y para ciertos grupos poder libre con el objetivo único del odio y la destrucción de España.

España está en estado de excepción y hubiéramos necesitado un Rajoy a la altura de las circunstancias. Pero ha sido más fácil machacar a lo que quedaba de clase media y dejar a los secesionistas el libre albedrío. Más patriótico hubiese resultado una consulta a los españoles con datos en la mano sobre nuestra organización territorial: primar eficiencia y sostenibilidad. Y ya no digo nada de instaurar de una vez por todas una democracia formal…