El Anillo de Giges es un extracto del libro de todos los libros; la fuente original de toda la filosofía política habida, presente y por venir: Kallipolis   (<< Ir al Anillo de Giges)

Todo lo que he leído sobre ciencia política, todo lo que he escuchado de los mejores conferenciantes, tiene alguna referencia, de una forma u otra, a la República de Platón.
En una clase de la Universidad de Yale, llena hasta los topes, escuché a un profesor decirle a sus alumnos:
– Hay presente una persona en esta sala, sólo una, que me enviará un email dentro de cuatro años cuando os graduéis. Para esta persona, leer Kalliposis será el ejercicio intelectual más gratificante que haya realizado en toda su vida. Me gustaría que me enviara ese email para hacérmelo saber.
He de confesar que las palabras del profesor me impresionaron, y cuando surge el tema de si podemos fiarnos de nuestra clase política o no recordé la historia del anillo de Giges. Como tantas otras enseñanzas, está recogida en la República de Platón.
Este relato nos plantea una deliciosa cuestión que está de candente actualidad: ¿puede el poder estar sin freno alguno?, ¿puede la virtud por si sola contrarrestar la enorme tentación que ofrece el poder?, ¿qué puede contrarrestar al poder?
El inmenso poder del anillo (¿os acordáis del Señor de los Anillos?… es lo mismo) induce al pastor al crimen de Estado, a dar rienda suelta a las pasiones, a la traición con la reina y la usurpación de la corona a su legítimo dueño. Las grandes obras literarias de la Humanidad repiten el tema del abuso del poder absoluto: Hamlet (la historia es la misma), el rey Lear, o nuestro Quijote, cuando unos condes ociosos y poderosos se burlan del buen Sancho y lo hacen gobernador de paja de la Isla de Barataria. Irónicamente, Sancho, que aplica las leyes del pueblo: las del sentido común alejado de toda mezquindad y codicia deja boquiabiertos a los presentes por su buena praxis como juez cuando ejerce el poder prestado. Pero para Cervantes, el poder del pueblo no deja de ser una quimera y poco le habría de durar al bueno de Sancho. Cervantes ya intuye que la verdadera justicia ha de venir de normas dictadas desde el pueblo, aunque todavía faltasen doscientos años para que alguien hablase del papel de la representación en el poder legislativo. No le habían llegado todavía las ideas ilustradas de la separación de poderes para que el ejecutivo (gobierno) y legislativo se vigilaran entre sí; porque Cervantes, al igual que su coetáneo Shakespeare, vivieron tiempos y experiencias brutales propiciadas por el poder absoluto de sus respectivos reyes; especialmente Shakespeare, que sufrió una experiencia traumática que le marcaría para toda su vida, y se reflejaría en sus obras:
Una noche de borrachera, a su tío se le escapó en una taberna de un pueblecito rural un pequeño comentario ofensivo  sobre la reina Isabel I de Inglaterra. Alguien lo escuchó y le denunció. Eso le costó la vida a su pobre tío: lo destriparon lentamente, quemaron las tripas, se las dieron a los perros y después lo remataron descuartizándolo (son las mismas escenas de la película Braveheart). Dependía de lo que le pagase la familia al verdugo que el espectáculo durase todo el día o el suplicio acabase rápido. Era la marca de la Gestapo al servicio de la casa Tudor en aquellos tiempos: hubieron muchas inquisiciones, no solo la nuestra. Una muestra más de que el poder corrompe si no se le pone freno. Shakespeare, seguramente, fue testigo del martirio aplicado a su tío en una época de convulsas guerras de religión.
Cuando doscientos años después los grandes de la filosofía política: Tocqueville, Montesquieu, Locke, etc, se fueron dando cuenta de que a un poder solo se le podía anteponer otro poder y surgió la maravillosa idea: divide y vencerás. Locke se dio cuenta de la división de poderes y Montesquieu la remató con la genial idea de separarlos. Los rebeldes americanos, hartos de los vicios de la vieja Europa prescindieron de reyes aplicando esas revolucionarias teorías en la práctica; y Jefferson junto a los padres de la patria construyeron la primera democracia del mundo moderno sabiendo que el buen gobierno no podía depender de buenas intenciones sino del miedo, envidia y desconfianza de un poder hacia el otro enfrentados entre sí. Cuanto más se aborrecieran y más se vigilarán y pelearan, más tranquilos estaríamos nosotros. Esos factores, y solo esos, ahuyentan la impunidad y por ende la corrupción sistémica.
Por lo tanto, a la pregunta de si podemos fiarnos de los políticos vosotros mismos podéis contestarla a la vista de toda esta información, usad vuestra intuición y vuestro sentido común… como hizo el bueno de Sancho Panza juzgando los dos casos que le presentaron.
Yo por mi parte, diré que cuando los políticos estén civilizados, es decir, pertenezcan a la sociedad civil (en vez de a partidos incrustados en el Estado) entonces sí me fiaré; me fiaré de los políticos porque me pertenecerán a mí como ciudadano, me representarán a mi, y al estar separados de jueces y Estado el peso de la ley caerá sobre ellos si se pasan ni un pelo. Y yo, si no cumplen, también los podré echar: hala, a la cola del paro… Y si lo hacen bien, los podré volver a votar por segunda vez por otros cuatro años; nada más, y nada menos.