Capítulo 1

Mujer frente al espejo Pablo Picasso

La mujer no reconoció su imagen reflejada en el espejo.  Quien siendo una auténtica diosa de la belleza y antaño había encandilado a príncipes caprichosos, a nuevos ricos y a tahúres se había desvanecido sin que ningún Mefistófeles se apiadara en devolverla a aquellos tiempos gloriosos cuando fue la más deseada de la noche. El tiempo había dejado su huella año tras año, y ella se empeñaba en disimularlas con capas y capas de crema. Interminables juergas nocturnas más por devoción que por afición junto al alcohol y ciertos desenfrenos no tuvieron compasión alguna con aquella antigua gloria. Tempus fugit.

Se esforzaba en hacer desaparecer frotando enérgicamente con algodones impregnados en cremas rejuvenecedoras las innumerables hojas de un calendario que ya nadie recordaba, pero que inexorablemente había marcado sus cicatrices como hacen las olas que rompen la roca con sus envites.

-¿Se puede?  Adelante

Entró Amancio, el conserje, abriendo tímidamente la puerta por si no estuviese “visible” la diva. Portaba un enorme ramo de flores con un sobre incrustado sobre las rosas.  Abrió la nota: “A mi sola y única”.

-¿Las pongo en agua, señorita?

-No, déjalas por ahí donde quieras.

-Como mande la señorita.

Amancio, encorvado con su eterna descolorida chaqueta azul de conserje y su pequeño ramillete de destornilladores que siempre se asomaban curiosos al mundo por el bolsillo superior se echó la visera de su gorra azul para atrás y colocó las doce rosas blancas cuidadosamente sobre una silla de madera cuyo color nadie recordaba hacía tiempo. Ya nadie recordaba tampoco cómo durante de una rabieta por celos el jarrón que se engalanara tantas veces de diosa Flora se había estallado echo añicos.  Como Amancio sabía que el jarrón ya no existía hacía siglos, se limitó a dejar las flores donde pudo. De haber sido requerido hubiese ido a buscar cualquier cacharro con agua para colocarlas. Sin agua pronto se marchitarían. Agua y fuente de juventud no dejaban de parodiar espejo e imagen.
                                
-Si no manda nada más la señorita…

-No, puedes marcharte Amancio.

Y Amancio se marchó con la misma delicadeza y dulzura con la que entró.

El viejo conserje había admirado siempre en secreto a la diva. Fue una mujer muy hermosa en sus tiempos de gloria y ahora Amancio gastaba sus pocos ahorros en enviarle despampanantes ramos de flores anónimos, de vez en  cuando, con una tarjeta sin firmar que ponía: “A mi sola y única”. Era un gesto tierno que rememoraba aquellos tiempos cuando el camarote se llenaba de rosas, joyas y otros regalos. El teatro había rugido con los entusiastas aplausos de un público completamente entregado ante la gracia, belleza y picardía de la cabaretera. Los tiempos del cabaré habían pasado y solo la casualidad intervino para que el teatro no fuese derruido para construir un complejo de oficinas modernas. Afortunadamente, el edificio que iban a levantar quedó paralizado por una de esas crisis que azotan periódicamente solo cuando los más humildes empiezan a levantar cabeza. A los pobres hay que mantenerles la bota en el cuello para que nunca levanten cabeza. Aquella crisis, paradojas de la vida, fue una bendición para el teatro porque impidió su muerte repentina, pero sin librarle de un destino final que llegaría al mismo puerto después de una larga y agónica travesía.

La diva apagó las luces del espejo ante el que estaba sentada y una tranquilidad le inundó cuando se vio en la penumbra. La falta de luz borró de un plumazo las arrugas de la cara y quedó ante ella una silueta mágica capaz de rememorar tiempos de gloria. Se levantó y vio en la misma penumbra que no había perdido su graciosa y esbelta silueta. Continuar Lectura >>>