Mujer frente al espejo Pablo Picasso

<< continuación capítulo 1

Ana no era especialmente hábil en recoger las señales que le enviaban los hombres, o bien las obviaba porque acostumbraban a ser las mismas. Siempre que la acompañaban a casa parecían rogarle con la mirada al despedirse en la puerta esperando que ella les dijera.

-¿Subimos a tomar una copa?

La verdad es que después de la función y aguantar a tanto baboso solo pensaba en un baño caliente de espuma y dormir hasta las cuatro o las cinco de la tarde. Además, no entendía ni una palabra de lo que aquel sueco de educación exquisita y tan elegantemente vestido le decía. Al acabar la función y salir del camerino había estado bebiendo champán de unas botellas que habían traído a su camarote en cubos de hielo. Mandó bajar los cubos al mostrador del bar de la entrada y se dispuso a recibir a la legión de admiradores y también admiradoras hablando y riendo con ellos. Mientras, un hábil camarero ya había dispuesto la acostumbrada gran pirámide de copas brillantes de champán como en las películas.

Una fuente dorada calló juguetona en cascada desde la primera copa a las tres de abajo, y así sucesivamente hasta que se llenaron todas de alegres burbujas bailando. Algunos se ponían pesados con unas copas de más, pero ella consideraba que eso era parte de su trabajo, lo de atender a sus admiradores ricos y amigos después de cada estreno. El amplio salón permitía semejante aforo, y allí continuó la fiesta. Ella se fijó en el único hombre que permanecía callado observándola en un rincón. Fue contoneándose coqueta con dos copas y le ofreció una. Él la tomó con una sonrisa y los dos brindaron. Ana lo tomó de la manga de la chaqueta y tiró de él hasta donde había unas cuantas parejas bailando. Pronto se dio cuenta de que ese joven tenía una virtud de la que los otros carecían. Estaba dispuesto a escucharla y ella no paraba de girar y girar y hablarle y hablarle. Reía y reía feliz y él no paraba de sonreírle con una dulzura a la que no estaba acostumbrada. Hacía poco que Paco le pidió… bueno no, le exigió dinero. Se lo cogió del bolso y la empujo de malas maneras. Se marchó tambaleándose  y cerró la puerta del camerino de un portazo. Menos mal que nadie fue testigo de la escena, pensó Ana. Había que olvidar que estaba atada a Paco. Le llamaban el Anguila. Parece ser que una vez lo cogieron robando pero justo antes de entrar a la comisaría se soltó del guarda y se les escabulló de las manos. Se perdió veloz por el laberinto de callejuelas y no pudieron cogerlo. Había lugares donde hacía años no había entrado jamás el sol. Pocos se adentraban por el fuerte olor a vómitos y orines. Después fue a refugiarse a la tasca y contar lo que le había pasado. Aún era muy crío y los que allí estaban se sorprendieron y le alabaron la gesta. El de la boina mugrienta parecía ser el jefe y dijo que Paco estaba delgado como una anguila y todos los presentes rieron la ocurrencia.

Para ellos Paquito, así le llamaban, ya se había bautizado en su primer encuentro con la ley, aunque fuese un pequeño encuentro de nada. Y así quedó bautizado con lo del Anguila. Pero ahora, muchos años después estaba más corpulento para llamarle eso. De haber tomado el apodo en estos momentos más bien le hubieran llamado el Tanque. Pero como ya le llamaban el Anguila, con ese apodo habría de morir. En esos barrios los apodos no se cambian porque entonces te cambian a ti. Es como si la persona dejara de existir. Es como si te hubieras muerto. Continuar lectura >>