Aquí es donde por qué siempre escogemos a los peores líderes toca ya el tercer corolario: el mito del colectivismo. Empieza Hayek preguntándose si puede existir alguien que no se plantee que todo colectivismo conduce inevitablemente a enriquecer tan solo a un pequeño grupo. Desde luego ningún colectivismo puede jamás llevar al bienestar a todo el colectivo: solo unos cuantos se beneficiarán y ahora veremos por qué. Las teorías del colectivismo, para Hayek, no son más que utopías. Aquí debemos pararnos a definir el significado de utopía: u topos, ningún lugar. Así que toda utopía significa que “ese lugar” no existe en ningún lugar del mundo. Por lo tanto, no u topos o no ningún lugar sí tiene que existir necesariamente por definición. Es decir, las utopías son fabulaciones de sistemas políticos que no existen. En cambio, las distopías sí que existen.
Todo el mundo tiene que estar de acuerdo con lo que ofrecen las utopías: su base moral es intachable. El problema es que al no existir ninguna posibilidad de llevar un socialismo a la práctica porque choca con la realidad tiene que entonces ser impuesto por la fuerza. Por eso el socialismo necesita al demagogo que haga caer al pueblo en ensoñaciones con promesas imposibles de cumplir, todas ellas muy atractivas, y ese demagogo se convierte en un férreo dictador cuando el pueblo incauto le da el poder, porque el socialismo, si no es por la fuerza, no puede imponerse. Y paradójicamente deja ya de ser socialismo en el estado teórico en el que se prometió. Apunta Hayek cómo todo socialismo mientras permanece teórico es internacional, porque sus valores teóricos son globales. Ahora bien, en cuanto se intenta llevar a la práctica se convierte en nacionalista y por ende en totalitario. Por eso el socialismo liberal es puramente teórico en Europa, mientras que en cualquier otro lugar donde se ha puesto en práctica es absolutamente totalitario. No cabe en el socialismo puesto en práctica ni un solo átomo del humanitarismo del liberalismo.